20.2.12

El escritor patriastra

Ideas que trillan

¿Todavía queda gente que descarte tal o cual texto porque su forma de haber sido escrita es trillada? ¿Todavía queda gente que lea así, seriamente?

Todavía queda gente que hace esto, todavía quedamos, porque cuántas veces no habré cerrado de un mazazo la tapa de un libro porque me molestaba su "ordinariez" de estilo, o porque su excentricidad me era intragable, sí, todavía hacemos lecturas así. Pero no lo hacemos porque seamos serios. Lo hacemos porque nos hemos abanderado como los maestros de lo trillado, los jueces supremos de la ordinariez: Escúcheme, usted, pequeño aprendiz de escritor, Esto es trillado. Esto no sirve. Esto no llena ni un vaso, ni una jeringa, en el sentido más clínico. Esto lo hizo ya fulano en tal año, o ya lo explotaron y abusaron los comosellamistas en tal otro año. 

Es decir, somos, de una manera muy natural, hiperhistóricos, a la hora de ser estetas, somos dialécticos al mango, no somos antihistóricos, no. ¿Pero esto es incriticablemente así? ¿En serio es así? ¿O es sólo nuestro hábito de ser así?

El batallón de lo real

Tan sólo ayer estaba leyendo, en Situations IV [traducido como "Literatura y Arte", un conjunto de artículos de Jean Paul Sartre], la carta que marca la ruptura entre Sartre y Albert Camus, a raíz de una polémica con un tercer intelectual, el filósofo Francis Jeanson, que, no sé si a instancias de Sartre o no, publicó en la revista de Sartre una crítica negativa a El mito de Sísifo, de Camus. La carta de Sartre que marca la ruptura con Camus está en Les Tempe Modernes, núm. 82, agosto de 1952.

Esta carta creo que muestra los elementos de rigor que los escritores deberíamos tener a la milagrosa hora de que se nos ocurra ser intelectualmente sinceros. Quizá nunca se nos ocurra, pero si se nos ocurre alguna vez, leamos esta carta. No: mejor analicemos esta carta. Disequémosla  con los bisturíes de nuestra artillería cultural. No la traslademos a nosotros, no deseemos ser Sartre y no esperemos que recién nos acabamos de enterar de los gulags soviéticos [parte de la carta discurre sobre la aparición en la opinión pública de Francia de la existencia de los gulags: 1952, ¡1952!]. Fragmentémosla en nuestros escritorios, y auscultemos sus pedazos.

Y yo pienso: ¡qué lejos que estamos del pensador profesional! Del boxeador que boxea cuando entrena, no cuando boxea, aquél para quien la pelea estelar no es más que una prolongación de su entrenamiento. 

Nos hemos liberado de todas las circunstancias históricas que nos exigían ser intelectualmente rigurosos, autodisciplinados, y ahora somos el exceso de lo que no somos. No, miento: nos hemos liberado de la percepción de esas circunstancias históricas [¿esto es lo que querrán decir los fanfarrones con "la muerte de la ideología"?], y al mismo tiempo, paradójicamente, el poder de estas circunstancias aumenta sobre nosotros.

Pienso que las causas pueden, o deben, de ser muchas [cuando no sabemos la causa de algo, es bueno decir que es multicausal]. Quizá hemos bajado la guardia porque los problemas reales que tenemos ya no son tan espectaculares, es decir, ya no son tan reales. Nos parecen reales, pero del papel para adentro, o en el trayecto de la mesa del bar al Baño del bar. Es decir, comprendo que tanto a Sartre como a Camus, como a Jeanson, les pareciese más real el sonido de una alarma de un bombardeo alemán o de una ametralladora argelina que el sonido de sus ideas; y a nosotros no nos parece tan espectacular el resumen de las calificaciones escolares que JPMorgan le otorga a nuestro país, o el último libro hiperpop que nos narra, con cierto caramelo, lo que ya sabemos. Pero el estruendo de nuestras ideas nos parece de una realidad, de una espectacularidad, descomunales.

Y podemos incluso llegar a creer, a veces con una drogadicción asombrosa, que vamos a desmitificar mitos, y nos descerebramos por atrapar ese mito -ese padre incuestionable al que ahora le vamos a dar una lección de historia- y somos en nuestros libros más grandes de lo que jamás llegaremos a ser. Pero no nos damos cuenta de que por cada mito que desmitificamos hay cien fetiches listos a reemplazarlo.

Historias

¿Pero en serio son elementos distintos? Es decir, ¿no nos bombardean los ingleses porque nos califica JPMorgan? ¿No nos censuran a nuestros terroristas intelectuales porque consumimos el último libro hiperpop? Y esto, ¿está en un libro? Para decirlo de otra forma apenas un poco más rigurosa: ¿no nos tiran bombas porque compramos?, ¿no nos persiguen si no salimos del mercado? Sería difícil tener un mercado de ideas en medio de una salva de metralla.

No me gustaría reflexionar en un sentido exclusivamente maniqueo, algo como esto: es el hombre-malo-de-la-película que ha decidido cambiar sus bombas por dólares y computadoras, somos oprimidos, debemos liberarnos, ¡a las armas!

No. Lo que me gustaría reflexionar es: si el sistema nos ha traído ya desde hace tiempo a creer que nuestras guerras con/en él son guerras exclusivamente culturales, ¿cómo hemos avanzado nosotros nuestro armamento? Porque intuyo que esta lid cultural es un excelente salto tecnológico armamentístico del sistema capitalista, quizá desde la escuela de Frankfurt para acá. Olvidémonos por ahora de los misiles continentales, de Irán, y de los metales que recuerdan cosas y que son producidos en el MIT de Massachusetts. Al sistema no le importa tener realmente los misiles, esto sólo le importa al puñado de generales paranoicos que patrullan el globo en un sillón nuclear. Al sistema le importa tener la cultura del misil. Esto es, la realidad la hemos perdido. Sería triste pensar que sólo a un puñado de militares les importa la realidad. Pero creo, tristeza o no, que la realidad ya la hemos perdido hace rato.

Dar voz al oprimido, una frase de fraseología que frecuentemente el escritor puede llegar a creer en su burbuja sólo porque escribe acerca del "oprimido", es un gran servicio cultural. Un servicio creo que imprescindible. Quienes no pueden escribir literatura son observados por quienes sí pueden hacerlo, son leídos, es decir, aquellos son los textos de estos. 

Pero creo que quizá sería un error garrafal del escritor pensar que en verdad ese servicio se lo está haciendo a esos oprimidos. No le escribimos al oprimido su opresión. Y menos si, como pequeñoburgueses, ni siquiera participamos de ella. Que de pronto seamos algo así como un periodista social de la miseria no nos salva de ser aplastados por el tractor de la miseria. Leemos esta miseria, esta opresión, sí. La leemos para comunicársela a la aristocracia cultural -de la cual sí participamos- que, en el mejor de los casos, la pesará en su balanza estética. Nuestra Historia de la Novela viene antes de nuestra Historia. O es su substituto. Y mostramos este reemplazo, esta substitución faltando cinco minutos para terminar el segundo tiempo, como una medalla, como una gran medalla que certifica que estamos jugando, o que hemos jugado.

Pero nos preocupamos por los libros trillados. Nos desvivimos por no ser como alguien, o por ser como alguien. Por escribir así o asá, por incorporar comillas, corchetes o barras inclinadas, o por no hacerlo. Pero siempre fuimos el mismo aristócrata cultural, al volante de un poderoso bulldozer. Siempre fuimos alguien muy parecido a un patriastra, alguien que espera ser estudiado por todas las patrias, alguien que desea ser leído como un miserable por otros periodistas de la miseria, en todos los tiempos, en todos los lenguajes. Y pulimos el metal de la medalla, cada vez que nos sentamos a recordarla.