4.11.14

El hermano Jacques, 3: Más y mejor policía

(texto publicado en la revista de ensayos Prohibido Pensar, número 3, titulada "Escrituras")
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Quizá el punto más clave en la obra de Jacques Rancière es su establecimiento, articulación y operatividad de su concepto de política. En diversas partes del cuerpo de su obra, Rancière aborda, define y redefine el núcleo de este concepto: el impacto y la brutalidad de esta operación de redefinición radica en todo lo que deja afuera, que en términos prácticos casi equivale a lo que hoy en día en nuestras culturas se conoce por "política".

El hacha de la policía

La política es simplemente la práctica de subjetivación de un individuo que se encuentra en un contexto de anomia, esto es, en una situación en la que no tiene ninguna parte de lo social, donde no se le puede nombrar, y donde el discurso que éste produce no es inteligible o legitimable, excepto bajo aquellos parámetros de discursividad de quienes dominan ese contexto u orden social.

Cuando la política desaparece de la subjetivación del individuo, lo que la suplanta es el concepto de identidad. Cada vez que alguien expresa que su identidad es "algo", un rasgo en particular (metalero, bolso, escritor, uruguayo, etcétera), una secreta muerte de la política ocurre al otro lado del silencio. El identitarismo vino para declarar lo siguiente: "Abandonemos el escándalo de la igualdad, y luchemos por lo que "es" cada uno de nosotros". Es en esta veta que las luchas identitarias nutren por un río subterráneo el lago de la reaccionariedad: porque no les es posible articular el escándalo de la igualdad. Por esto, aquellos que luchan por la identidad, son reaccionarios a pesar de ellos mismos.

A este respecto, la igualdad no acepta proyectos de administración cultural; la igualdad no es esa mano herida del hombre sobre la que uno va a calzarle los guantes de la economía política y la expresión de las urnas. En este sentido, lo reaccionario no es pensar que el formalismo democrático es la mejor vía que tenemos para pensar un "Estado que administre mejor"; lo reaccionario es pensar que esto se relaciona en algún modo con la igualdad.

Rancière aporta un segundo término, que expresamente contiene lo que hoy en día llamamos en gran parte "política": y es la policía. La policía es el modo de jerarquización de un orden social. Como es imposible que exista un orden social sin un tipo de jerarquización, de esto se sigue el establecimiento de la policía es inevitable. 

Sin embargo, no todas las policías son iguales. No es lo mismo la policía de nuestro sistema de oligarquía liberal que la policía del sistema norcoreano o que las policías de los antiguos estados príncipes de Alemania. Lo que los diferencia no es que tuviesen mejores o peores leyes, o estatutos más o menos bárbaros; los diferencia "la constitución simbólica de lo social".

En la policía, de acuerdo a Rancière, está prácticamente todo lo que hoy llamaríamos "política": discusión sobre una mejor distribución de la riqueza, protestas sobre baja de impuestos, luchas por reconocimiento de derechos (ya sea culturales, políticos, "humanos", etcétera), y en general todas aquellas cosas por las que pensamos como definición de política, incluidos los actos electorales, las bicimarchas o el formalismo democrático: todas buscan mover la aguja de la jerarquía sobre el orden social, modificar el contenido de la estructura, pero no la estructura en sí.

Política sería utilizar los cuerpos de los individuos para suspender esa estructura, para colocarla en tela de juicio. La política es "lo que interrumpe la naturalidad de la dominación", lo que suspende el arjé. ¿Pero cuándo estos cuerpos pueden identificar que realmente ponen en tela de juicio el arjé que los ha dejado afuera, y no simplemente, por poner un ejemplo, cacerolean entre viejas y jubilados en una avenida bonaerense? ¿Cuánto peligro, cuanta agresión institucional como respuesta tiene que sentir el cuerpo que se subjetiva para sentirse igual, para ser? Quien suspende el eje jerárquico ya es par de este eje; todavía no lo ha derribado, no se ha emancipado: golpea la constitución simbólica de lo social de esa jerarquía.

La política es cara, la policía es barata. La política cuesta, la policía se soporta. La política participa del hambre, la policía del apetito. El pensador de izquierda sabe dónde está la línea en la cual una mayor radicalización de sus actividades conlleva la pérdida por parte de la sociedad de los privilegios alcanzados. Rancière conoce muy bien este gesto: es el fantasma que recorre nuestras europas: nuestro gen pragmático. Así, uno de los mejores artificios de nuestro orden social es el haber hecho deseable la eliminación de la política para aquellos a quienes más urgente les era el ejercerla, o en términos de Rancière: el suspender la subjetivación del individuo -por el sólo hecho de ya serlo-, a cambio de explotar un rasgo particular en el arjé, de participar. Lo siniestro es que cuando en las campañas aparece el slogan "Participe", es el sistema quien está teniendo razón. La política sólo escucha, y aquí la policía ríe. Ríe profundamente.

El instrumento de la política

Para Rancière, el único instrumento de la política, y que está presente en la realización misma del acto político, es la democracia. Curiosamente, hoy en día este pensamiento es profundamente "antidemocrático". O al revés, aquellos quienes abogan por el formalismo democrático como parámetro de legitimación de nuestras oligarquías liberales son los primeros en ver pasar el cadáver de la democracia flotando por el río de lo social.

Si denunciamos el formalismo democrático, es sabido, recibimos rápidamente el título de antidemócratas y antirrepublicanos. ¿Qué es lo que "tanto sudor y sangre" nos costó conseguir y "defender"?: la democracia y la república. No: es la policía.

Al votar, votamos la realidad. Votamos la policía de la realidad. Ni siquiera votamos. Simplemente nos presentamos a decir "Presente, maestra". De acuerdo a Rancière, la inteligencia del sistema capitalista no está en ocultar o engañar al "pobre", al "obrero" o al "consumidor", algo así al estilo del Adorno de La Industria Cultural. La inteligencia está en volver deseables estas mutilaciones, en contratar la identidad y despedir la política. Un Adorno que ha regresado al futuro y ha decidido dormir.

22.4.14

Pensamientos abandonados, 1


(just stuff)
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Ataques al discurso público

Ideas-fuerza sobre las que trabajar:

¿Cómo administra el discurso público la metáfora -desestabilizante o no- que le presenta el poeta?[1]:

  • Estrategias de choque: lo combate con sus mejores institutos: el canon; la academia; proporcionando, tras múltiples canonizaciones y recanonizaciones, las autoridades del producto estético, e inclusive normatizando qué es producto estético y en qué condiciones debería ser experimentado.
  • Estrategias de ocultamiento: utilizando la aplicación de los recursos ideológicos disponibles para deformar las operaciones de la metáfora. Naturalmente, si la operación de la metáfora que el poeta presenta reafirma el discurso público antes que desestabilizarlo, la aplicación de los recursos ideológicos será mínima, e incluso la metáfora podría parecernos "transparente", carente de ideología.
  • Estrategias de absorción: a través de dos formidables instituciones: el mercado y la industria cultural.
Esta dinámica ocurre por supuesto de manera simultánea, y la multiplicidad de sus actores -como, por ejemplo, los mass-media- ocupa funciones dispares en uno y otro nivel. En todo caso: entender que la dinámica total del discurso público es la de legitimarse a sí mismo; por lo tanto, empoderará a los poetas y las metáforas que mejor sirvan a ese objetivo: fortalecer las preguntas de estos poetas; fortalecerlas a un punto que nos volvamos sordos a ellas, que la mayordomía que ejercen sobre todo el discurso nos cause sordera histórica.

Entonces, el mejor escritor es el que reflexiona sobre su sordera.

[1] Por "poeta" estoy nombrando al creador de un discurso literario, y por "metáfora" a la operación dominante de este discurso.
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Entonces, ¿cómo avanzar la reflexión sobre este aspecto? No podemos pasar por alto que incluso el concepto de "discurso público" puede ser al mismo tiempo muy indeterminado y muy self-evident, algo que definitivamente lo emparenta con el concepto bastante adolescente, históricamente hablando, de "literatura".

En primer lugar, reflexionar sobre el hecho de que el escritor en ningún momento y bajo ninguna circunstancia posee la autosuficiencia como para desentenderse de la reflexión sobre el discurso púbico. En realidad, luego de Alejo Carpentier, cuando dice que la mejor función del novelista es la de escribir acerca de la relación del hombre con el conflicto de su tiempo, podemos rediseñar esta idea así: "la relación del hombre con el conflicto de su tiempo" es sólo otro nombre de "la relación del escritor que se imagina a sí mismo en el centro del conflicto con el discurso público". Tenemos dos poderosas razones para habilitar esta recontextualización de Carpentier:
  • el escritor no aparece en el mundo portando un lenguaje trascendental o esencial, y su imaginación no brota de un pool metafísico de ideas de la Idea; la capacidad de su lenguaje, y por lo tanto los horizontes de su imaginación, fueron construidos socialmente en su relación con el discurso público [su materia lingüística, sus paradigmas, sus instituciones, incluso la imaginación que él mismo tiene de lo que es "ser escritor"]; esto equivaldría a decir que el lenguaje del escritor es una contingencia del discurso público viva en un presente dado.
  • el escritor, utilizando su agencia sobre el lenguaje, produce un discurso privado [su metáfora] cuya función únicamente es la de reingresar al discurso público. En cuanto que discurso privado, la metáfora es puramente una autotelia; pero al momento que empieza a circular entra en el juego administrativo del discurso público.
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-La existencia de institutos coercitivos con respecto de los bienes intelectuales [como derechos de propiedad sobre la explotación a los productos intelectuales; legislación "antipiratería"; códigos internacionales de penas; etc.] tiene una importante función: la de reforzar las estrategias de absorción [mercado, cultura de masas/industria cultural] del discurso público y limitar la desestabilización de las metáforas que intentan buscar un cortocircuito a esta coerción. El discurso que intenta justificar estos institutos es el de que son necesarios para asegurar y proteger "el acceso democrático" de las personas. Si sustituyéremos "personas" por "consumidores", podríamos decir que técnicamente este discurso es correcto, con un matiz: el uso de la acepción "democracia" en esta justificación no es la de igualdad-de-oportunidades-del-hombre sino la de igualdad-de-condiciones-del-mercado. Este desplazamiento de términos lo último que podría ser es un gesto de inocencia y, al revés, faculta al discurso público a arroparse con la bandera del martirologio por el sustento de la democracia, toda vez que un poeta, con su metáfora, desea desestabilizarlo.

30.1.14

Anatomía del outsider. Un tipo de escritura en el exilio

(publicado en la Revista Cultura No. 111 [Secretaría de Cultura de la Presidencia de El Salvador] en enero 2014. La revista tiene una versión digital y se puede leer en issuu aquí -los últimos tres números-, y el número 111 con este texto aquí. También tiene una página web, donde se puede descargar el .pdf)
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Anatomía del outsider

Un tipo de escritura en el exilio



Visto desde afuera, me tocó exiliarme en uno de los países más favorables de América: Uruguay. Su ciudad capital es propicia para que un escritor centroamericano pueda estar pobre y embarcarse en escribir toda una obra completa al mismo tiempo. Y es que aquí la institución "ser-pobre" parece tener otros elementos, o los mismos pero distribuidos de otra manera, que los de nuestro istmo: comparado con nuestros países, el alfabetismo casi alcanza el 100%, lo mismo que la cobertura y asistencia en salud, favorecida por la carencia de accidentes geográficos importantes; si pensamos los numeritos de criminalidad, para cualquiera que haya vivido en Managua, San Salvador o Ciudad Guatemala, las ciudades como Montevideo o Paysandú nos parecerán notoriamente pacíficas; el país posee una fortísima organización de la sociedad civil, así como una historia institucional en los diversos ramos [Estado, partidos políticos, movimientos sociales] muy decente, aun si tomamos en cuenta el hipo totalitario que representó la última dictadura cívico-militar [1973-1985].

Y los recientes avances en legislatura, como son la despenalización del aborto; la plena aprobación del matrimonio entre personas de cualquier sexo; y la próxima legalización y arbitraje por parte del Estado de la venta y consumo de marihuana; son más indicios del tipo de sociedad que puede encontrar y contrastar un centroamericano en Uruguay. Aquí es obligatorio votar; las empleadas domésticas, los policías, los empleados cajeros de supermercado y los hurgadores de basura[1] tienen sindicatos y hacen piquetes; y la publicidad de cigarrillos, así como el fumar en cualquier espacio público -como los bares, ese antiguo reino de los nicotinómanos-, está prohibido. En resumen: básicamente lo que hay aquí son vacas, bancos, libros -muchos libros- y gente que los lee.

El exilio, prisma del nacionalismo banal


Indefectiblemente ocurre que uno pasa a ocupar ese espacio de ciudadano de segunda clase, donde uno es tolerado, más que aceptado. Esta ciudadanía de segunda clase es algo bastante más complejo que ser uno el representante de una extranjería.

Hay que recalcar que Uruguay es un país con una enorme tradición de integración y mixturas culturales a causa de intensas oleadas migratorias; sin embargo, esta integración y apertura al extranjero ha sido muy selectiva, y su foco de benevolencia es casi exclusivamente eurocéntrico, región ésta que aporta unos migrantes mimados y muy bien recibidos.

Muy diferente ha sido la historia con la vertiente de inmigración afro. Y sumamos que, a raíz del exterminio completo de la población indígena en el siglo XIX, el carecer de un referente originario americano vuelve por lo menos excéntrica la propia inmigración americana.[2] Casi en cualquier término, podemos decir que aquí en Uruguay queda más lejos Managua que Baden-Baden o Málaga.

Uno está exiliado, entonces, en la misma lengua, pero en una tradición histórica completamente diferente, donde los rasgos de americanidad ya no pasan tanto por ese ancestral vínculo a la tierra sino por uno mucho menos intestinal, el de la cultura. Al presentarse vacías en el imaginario categorías como "precolombino" u "originario", el valor cambia de lugar y su legitimidad ya no pasa por "haber-estado-aquí-siempre", sino en "haber-llegado". Y así como la institución "ser-pobre" está construida de otra manera, también la institución "América" tiene otro sabor, otro propósito y otra cosmogonía. La América de Uruguay definitivamente no es la misma América de Nicaragua o de El Salvador;[3] esto equivale a decir que el salto histórico que hay en exiliarse de Nicaragua a México es inconmensurable o, más exactamente, indecible en los términos del salto histórico que hay en exiliarse de Nicaragua a Uruguay. O sea: que no es el país lo que exilia, no es la caseta aduanera la causa de esa narcótica nostalgia; es el salto de tradición histórica.

Michael Billig explora en un libro muy agudo, Banal Nationalism,[4] las sutilísimas operaciones en los que el nacionalismo es reforzado a diario en las comunidades, a través de prácticas mundanas y repetitivas como la bandera nacional enhiesta en una escuela pública, las locuciones o giros idiomáticos, o la casi microscópica leyenda "Industria uruguaya" en los envases plásticos de las mercancías. Lo mismo ocurre en la literatura, tanto a nivel de la etiqueta "escritor-de-tal-lado", como a nivel intratextual en los marcadores culturales que sólo aquellos considerados o imaginados "nacionales" pueden codificar más plenamente.

Escribís, entonces, en tu diáspora, siendo ese ciudadano de segunda clase, un outsider, esto es, en el importantísimo sentido de que sos alguien que, a cambio de ser tolerado, no puede producir nacionalismo banal. El discurso identitario de pertenencia se descompone al llegar a la superficie de tu texto, y tiene muy poca eficacia, si es que no es nula. Con respecto a tu texto, la fórmula que permitirá que seas en efecto leído sería: "te toleramos, a cambio de que no pertenezcas". Creo que en la negociación de este contrato es que pasan las claves de lo que el escritor exiliado debe enfrentar cuando en su exilio experimenta un salto histórico cualitativo, y no solamente un cambio de localía.

No puedo decir si esto se basta para una experiencia traumática -identitariamente traumática- por parte del escritor en el exilio; no soy de los que cree que los traumas y las heridas se pueden decretar y predecir haciendo tabula rasa de un concepto y estampándolo en cada experiencia. Cada persona en la diáspora debe tomar o no esa reflexión de la herida. Algunos tendrań una experiencia felizmente integrada, y otros -mi caso- no tanto.

Problemas y ventajas del exilio

El principal problema que enfrento como escritor exiliado es, sin duda alguna, el problema identitario. Esto ocurre, por supuesto, debido al empecinamiento de uno en seguir imaginándose centroamericano.[5] Decir que uno de pronto es ya "extranjero de cualquier parte" sería un perogrullo y un lugar común que poco aporta a la cuestión.[6] Especificar en particular la imposibilidad de producir nacionalismo banal para mi país de origen es lo que problematiza la cuestión identitaria a la interna del escritor. Uno al exiliarse pierde esta agencia, que a su vez no es sustituida en modo alguno en el lugar de residencia. Y lo que es más curioso: todo ocurre bajo el paraguas de la misma lengua.

¿Cómo se procesa esta agencia terminada? Si la literatura puede ser el instrumento que por excelencia mejor derriba la ficción de las fronteras políticas, ¿qué horizontes abre en el exilio?[7] ¿Qué nichos propone la literatura al escritor tolerado a cambio de que no pertenezca? Ni la tradición de la que uno proviene, ni la tradición que a uno lo recibe se bastan por sí solas para responder estas interrogantes.

En cuanto a ventajas del exilio, como escritor -y sobre todo como escritor exiliado joven-, para mí la principal radica en que las autoridades intelectuales centroamericanas están canceladas. Esto es, debido a la hibridación cultural ejercida sobre uno en el lugar de residencia, la relación canónica con el país de origen está suspendida. Esto no es simplemente "ampliar el horizonte de la cultura", o acceder al consumo de discursos alternativos que de otra manera estarían cerrados, ni tampoco es conformarse con quizá enunciar el típico perogrullo de "verse desde afuera", no. Y de esta cancelación de la tradición, y de esta suspensión de autoridad no se sigue tampoco que uno ignore o deseche la historia cultural de Centroamérica,[8] sino que quiere decir sólo esto: que esos inconscientes -y a veces no tan inconscientes- procedimientos de autocensura, a través de los cuales la autoridad de la tradición local y el paternalismo intelecual operan en uno, no existen.

Entonces, sin caer en el papel del patán leído o del bocón de estadio deportivo que desde su grada arroja su botella al árbitro, uno puede reflexionar y entablar una relación en términos horizontales con la tradición originaria, en vez de la habitual verticalidad y reacción pseudoemancipatoria local.[9] Estos términos horizontales se basan en que ya no participás de la responsabilidad de administrar una heredad cultural; no tenés amiguismos a quien deberle los laudos o la reseña favorable y clientelista del libro que por otro lado considerás inútil; no experimentaste la literatura como ese evento deportivo o reality show de una élite cultural o del estamento snob que aspira a la universalidad más moderna, a escribir el último gadget, a esgrimir el último Rorty consumido o la digestión sabatina del Zizek final. Sólo está la literatura a secas, por sí misma, desnuda, sin el pomposo vestidito de la hermandad o el pendón bicolor, sin la promesa de la administración de la finca literaria. Tras el doloroso despale-en-el-terreno al que sos sometido por la tradición del país donde sos tolerado, hay un beneficio real: te quitan la posibilidad de caer en la tentación de ser la histérica vedettonga literaria, y sencilla y llanamente estás solo. Como lo expresó Adorno de forma magistral hace más de cincuenta años: “Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia”.[10]

Huelga decir que de esta ventaja el escritor puede extraer una enorme independencia intelectual. Esta independencia tiene a su vez dos caras: si uno es un cínico, esa especie de intelectual-revolcado-de-Hoy, lo que parecería independencia podría confundirse con indiferencia, donde las cosas indecibles de la sociedad resbalan campeonamente a nuestro costado, mientras toda nuestra empresa estética está dirigida sobre sí misma. Pero para los escritores centroamericanos que no deseamos ser el cínico del momento, esta independencia es vigilada con celo y tenida de forma invaluable, no para atesorarla como un objeto de museo sino, creo yo, para hacerle mejores preguntas a la tradición centroamericana que perdimos a manos de la cotidianeidad; y también para interrogar a la tradición que nos recibió y en cuyo salto histórico estamos tolerados pero del que no pertenecemos verdaderamente.

Pero hay un contraproblema a esta ventaja. Uno de carácter político. Porque uno sigue estando en el exilio. Y a menos que uno desee mantener una relación sacerdotal con la literatura, y elevar los procedimientos de ficción a tipos de metafísica o de masturbación esteticista, los discursos literarios producidos siguen moviéndose en la esfera de lo público; y los “ejércitos de metáforas” escritos regresan a torpedear el discurso público, o a cimentarlo, pero en cualquier caso se ofrecen sólo para su sacrificio.

De pronto, esta independencia del escritor exiliado y esa cancelación de la inconsciente autocensura con respecto a las autoridades intelectuales -las del país de residencia y las de Centroamérica- es convertida por las élites de la literatura local donde uno reside en un escribir-para-nadie, donde hasta el texto más arriesgado tiene efímeras o nulas consecuencias políticas culturales. Sos, de nuevo, el outsider que en el fondo escribe para-otro-lado, “el rarito que habla chistoso”, alguien para quien el mercado editorial y la industria cultural local no tienen ninguna oreja ni ningún compromiso, ni una puerta o ventana abierta; y es que en nuestros países, donde editar sin que te cobren es un lujo, para una editorial chica publicar a un extranjero significa la no publicación de un nacional, una decisión política si las hay, que tiene repercusiones en cuanto a industria cultural, relaciones canónicas y mercado.

Y creo que al respecto de esto deberíamos sacarnos el idealismo y el romanticismo naïve con peine fino para piojos: es cierto que los libros no tienen fronteras, que el arte es el producto humano más universal y que las obras maestras no conocen ningún país; pero en las provincias de la literatura, antes que estas altruistas y urgentísimas ideas, funcionan las estrategias de mercadeo, canonización y negociación ideológica con tanta o mayor fortaleza que las del altruismo artístico; estrategias donde por lo general los primeros favorecidos son los miembros del sucio gusanaje que gravita alrededor del agente-de-poder de turno, esperando la migaja de uno de sus favores, y léase en “agente-de-poder” al editor, jurado de concursillo literario, escritor-instituto-viviente, jefe redactor de medio de prensa, o cuñado.

Para el escritor exiliado no-integrado sería ridículo imaginar que en su caso el trato local será en alguna manera distinto. El resultado es entonces una obra que en la tradición del lugar de origen es aceptada -si tiene suerte- a regañadientes[11] y que en la tradición del país residente enfrenta -además de las carniceras estrategias de administración cultural muy frecuentes en América- el formidable instituto de la extranjería.[12]

La ficción parásita de la red social

Decir hoy en día que, debido a la tecnología, las comunicaciones han adquirido un potencial casi ilimitado, no es decir ya nada. Pero asumir de que el escritor en el exilio que no termina de integrarse puede suplir el palpitar diario de su tradición histórica sólo porque lee los periódicos de su país local, chatea con su listado de “amigos”, actualiza su perfil de red social o escucha las radios nacionales de FM y, a partir de allí, cucharea su comentario en la sopa, pensar que esto suple algo es un error garrafal. Esto es sólo información, consumo de datos a los que uno, en el útero remoto, les otorga sentido.

Puede resultar confortante estar empapado de esa información; permanecer “actualizado”. En última instancia, podríamos decir que habrían personas en el mismo corazón de Managua o San Salvador que ostentan una existencia casi enteramente virtual y que a duras penas asoman la cabeza fuera de sus habitaciones. Pero esto no reconforta al que está en la diáspora, pues no nos acompaña el saber que existirían personas así en la médula putrefacta de la urbanidad; pensar en quienes en el corazón de la tradición histórica han elegido para sí mismas una placentera esclavitud ideológica, no nos alegra en ningún sentido.

Los que estamos en la diáspora o exilio, no nos hacemos ilusiones con la red social o con el skype. Podemos tomar de ellas lo beneficioso, que es la posibilidad de aportar de manera rápida el discurso alternativo que producimos, construido con la mixtura forzada que las ideas de nuestros países de residencia nos aportan; y en última instancia contribuir con nuestro granito a limitar esa paralizante endogamia cultural de las sociedades cerradas.[13] Pero al mismo tiempo tenemos que reconocer los riesgos del abuso de la red social: vigilar sus repulsivos mecanismos de fetichización, con su lógica de “likes”, “follow” y statcounters; y no permitir que la ficción de la red social parasite nuestro sentido de realidad: ése que nos dice que desgraciadamente estamos en un país muy lejano, históricamente lejano, y del que, no importan las razones, no nos desembarazaremos en un futuro próximo; sentido de realidad que además nos dice, con ese sentimentalismo agridulce, idiota y narcótico, que por alguna razón que no entendemos -un afecto- no podremos dejar de ser centroamericanos. Y al que está en la diáspora hoy de forma indefinida, perder ese sentido de realidad, a la par de no pertenecer a ninguna tradición histórica -ni a la local ni a la centroamericana-, puede ser el peor castigo.

En este tipo de combate diario es que escribimos lo que se puede. No está en los planes inmediatos desistir.
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NOTAS
 
[1] Llamados ahora, a partir de su sindicación, con el eufemismo políticamente correcto de “clasificadores de residuos sólidos”.
 
[2] No hay ningún problema con los brasileños, especialmente si son turistas y gastan sus dólares en el océano Atlántico. Pero al “turista” jamás se le puede considerar como un migrante. Al respecto, son muy llamativos en particular los bolsones urbanos montevideanos de peruanos, bolivianos y también paraguayos de fuerte ascendencia guaraní, que gravitan alrededor del puerto como estandartes de lo absolutamente invisible. Y la migración centroamericana es casi nula, tanto así que por ejemplo hasta no hace poco no había embajada de Nicaragua en Uruguay [no viene al caso el dato curioso de que ni siquiera es un nicaragüense el embajador, sino el italiano Maurizio Gelli]. 
 
[3] Podríamos decir que en la América de Nicaragua, además del hombre, hay un paisaje o una planta, el maíz; en cambio, en la América de Uruguay, además del hombre, hay un discurso.
 
[4] London Sage Publications. 1995.

[5] Uno perfectamente podría tomarse las de Vladímir Nabókov y pasar, de ser una “víctima de la ola bolchevique”, a convertirse en un instituto viviente de la literatura estadounidense y un maestro de la prosa inglesa.

[6] Y quizá es también hasta inexacto, porque Centroamérica más bien parece un conjunto de Estados fallados que uno de nacionalidades exitosas.
 
[7] La literatura, ni qué hablar, también puede ser todo lo contrario: el instrumento que por excelencia mejor repasa a crayón esas fronteras, el que mejor expulsa al Otro. A veces, donde un gobierno no puede mantener una garita aduanera, una literatura con mayor destreza y potencia levanta los muros de la Otredad. En este sentido, el escritor puede convertirse en el más rabioso policía de migración.

[8] Todo lo contrario. Afortunadamente, es en este aspecto que las comunicaciones electrónicas demuestran una enorme ventaja. Me sería difícil imaginar qué tipo de contacto diario con el país de origen, y de qué íntima calidad, tuvo hace cuarenta o cincuenta años el grueso de los escritores que se exiliaban indefinidamente, o por períodos muy prolongados y sin posibilidades de retornar al país con regular frecuencia, como es mi caso.

[9] Otra vez: el que se va también puede irse por completo y nunca más regresar a la tradición, ni siquiera para denostarla. La distancia habilita la horizontalidad, no la garantiza.

[10] Minima moralia, parágrafo 51, pág. 85.

[11] Y esta aceptación ocurre no sin antes pasar por las habituales -pero no por ello menos asombrosas- indagaciones de FBI, como “¿Y éste quién es?”, “¿De dónde salió?”, “¿A quién conoce aquí?”, “¿Todavía tiene familia aquí?”, “¿Cuántos años vivió aquí, y hace cuánto vive allí?”, “¿Qué tan nica sigue siendo”?, entre otras. En la presentación de agosto 2013 que hice de mi segundo libro, Volumen, editado en Nicaragua por Leteo Ediciones en mayo del mismo año, tuve que enfrentar inteligentes preguntas de este tipo y, en un caso, para mi estupefacción se me pidió prácticamente que demostrase que yo era o seguía siendo nicaragüense. Es una lástima que no tenía mi pasaporte a mano para que me defendiese en esa charla acerca de libros.

[12] En buena fe de Rebeca Linke Editoras, la editorial uruguaya productora de mi primera publicación en libro -un relato aparecido en el 2008 en la antología De Acá/Narrativa joven uruguaya-, debo decir que se me publicó a pesar de ser extranjero. Lo cual habla a las claras de que no todo es provincianismo y política deportiva en el reality show de la literatura.

[13] No digo que nuestras sociedades centroamericanas sean completamente endógamas y cerradas a hibridaciones del exterior. Digo que pensemos reflexivamente cómo ciertos sectores, castas, estamentos culturales de nuestras sociedades pueden ser radicalmente endógamos, patriastras de la forma más espectacular. Pensemos así en el grupete de “intelectuales” [el cínico posmoderno] y vedettes literarias que escriben para ellos mismos, se leen entre sí, se autovalidan entre sí, se masturban unos a otros, se circulan entre sí las mismas lecturas y los mismos productos culturales [discos de música, películas, fanzines o revistas de culto]; y vuelta a comenzar este ciclo literario espirituoso, hasta que después de varias destilaciones podemos acceder al refinadísimo vodka local.