12.2.12

El aburrimiento, madre de grandes vicios y puta de pequeñas virtudes

Postura

Como escritor que escribe una literatura que, de a ratos, y a grandes tragos, podría clasificarse como experimental, constantemente me veo inmerso en una pugna íntima con el fantasma del aburrimiento, un fantasma que se implanta entre mis escasos lectores y yo, y que puede llegar a ser, en ocasiones, y frente al proceso creativo, muy molesto.

Tengo claro que mi postura, frente al posible aburrimiento/pesadez de lo que escribo, es sólida y, siendo honesto, se reduce a: si aburre o divierte a un lector, no me importa en lo más mínimo, y no es un elemento que tomo en cuenta durante el trabajo literario; es decir: el lector que se maneje. 

Sin embargo, esto dicho así, de manera pedestre, acarrea algunos puntos interesantes, que me gustaría acentuar, y que luego redondearé con tres citas, una de Alejo Carpentier, otra de Terry Eagleton, y una, breve, de Azorín.

Prodromo

Alguien podría desmantelar esta discusión de manera rápida y efectiva con un pensamiento de este tipo, o parecidos: nuestra sociedades capitalistas tardías -o en vías de-, con su ejército de seres al servicio de sectores terciarios, generan un sistema de contradicciones en el cual la cultura he emergido como el sustituto natural de la ideología; al proyectarse en esta sociedad, los individuos han echado a mano a una cultura del placer/deseo que se rige por reglas de una brevedad brutal, y, como verdaderas máquinas de consumir dosis, no toleran/aprueban/consumen/pregonan un arte que los desideologice, es decir, un arte que provoque temblores en esta cultura, en el funcionamiento de esta cultura. 

Por día, son consumidas pequeñas cápsulas culturales -mientras más efímeras, más efectivas-, que se van atesorando paulatinamente hasta concluir en el monstruo o policía privado que usamos de entre casa: nuestra identidad, tardocapitalista. Este monstruo, este policía privado, cumple una gran función: necesita ser divertido, necesita que lo diviertan. Si no lo divierten, garrotea.

Este tipo de pensamiento parece narrar, con cierta fidelidad, el status quo; no es necesario que sea exacto, o que pregone una teoría state-of-the-art, basta con que sirva de continente temporal de sus elementos. Pero, aunque narra, no hace nada al respecto. Sería imposible avanzar la discusión si el objetivo fuese el llegar a él. Porque a esto se llega rápido, se depura, pero se sale después de un largo rato. Como lo que narra, esto también es una cápsula, una pastilla, teórica. Entonces aparto esto por un momento. Lo dejo anotado, como elemento de discusión al cual remitir, si es necesario, la crítica del proceso de creación literaria.

Aburrir/Divertir es otro nombre de deseo, que es otro nombre de la política

Creo que el escritor maduro es un individuo que ha reflexionado con profundidad sobre las consecuencias políticas de su actividad creativa. Quizá los resultados de estas reflexiones no le sean del todo agradables, quizá sí, y se siente pleno consigo mismo y libre de dobles morales. Como sea, un escritor, en su madurez, es un tipo que no pudo o, por suerte, no quiso eludir estas reflexiones.

Y yo creo que el deseo, en la sociedad, es el motor político de mayor peso. No me gustaría meterme aquí en discusiones psicoanalíticas, o en sus repercusiones, aunque temo, con plena consciencia, que las palabras deseo, sociedad y política reunidas en una misma frase son como la mirilla de rifle predilecta tanto de los fanáticos del psicoanálisis, que lo asumen como una especie de fe o culto o filosofía productora de verdades, como de sus detractores. Además no soy psicoanalista, soy escritor.

Pero, cuando pienso que el deseo es el motor político de mayor peso, intento no pensarlo en términos  que no sean más que estos: las dinámicas del deseo son las dinámicas, mutadas en otro lenguaje, del movimiento político de la sociedad. Me parece, entonces, que los aparatos críticos de la política -cuando existen, o cuando funcionan- son también críticas del deseo [una obviedad], pero también los aparatos críticos del deseo -que siempre existen, y que siempre están funcionando y normatizando a los individuos- son críticas a la política. Aquí entonces hay dos electrodomésticos, emitiéndose señales: uno que siempre está encendido, y uno que, si existe, a veces está encendido y a veces no.

No todos, en la sociedad, tenemos los mismos deseos, es decir, no todos movemos el molino de lo político con la misma intensidad ,[algunos ni lo mueven]. Sin embargo todos nos comunicamos con el deseo, y además, todos tenemos la plena percepción de esa comunicación. Una, entre muchas, de las nociones que tenemos de nuestra relación con el deseo pasa por el "aburrimiento" y la "diversión". Son nociones fáciles de administrar, casi se excretan, se sienten a la mano, no hay que digerirlas, sólo se tragan, no se llaman thanatos o one-dimensional-man, los términos de su abstracción son mínimos.

El escritor aburrido

He allí entonces un escritor cuyo texto nadie lee. Su obra se encuentra en el lado oscuro del deseo. El estado de hibernación de su texto pasa por lacónicas sentencias como las de "no atrapa", "no emociona", "es un texto pesado, difícil, masoso, hermético", o, lo que es más precario aun, "una obra carente de brillo". 

Cuando yo leo una reseña de un texto en el que la idea-estrella del reseñador dice "es un texto que no termina de atrapar", allí mismo identifico a un tipo que lee los textos con sus herramientas de abstracción al mínimo. No diré que es un imbécil, o un patán, porque aquí no se trata de determinar patanes mediante una gimnasia del garrote. Diré que su lectura de la situación [el texto, nada más y nada menos] es una lectura que apenas rebasa el estado individual del deseo en el reseñador. Añadiré que ese estado mínimanente abstracto utiliza el lenguaje del binomio aburrimiento/diversión, con una propuesta de discusión muy cercana a la de bandos de fútbol. Y diré que esto es, con exactitud, una crítica a la política, o mejor dicho a los lenguajes de la política, y esta crítica que realiza ese reseñador, quizá sin sospecharlo, se resume así: Tú, política, o sea la parte pública de mí que no es mía, no has producido un aparato crítico útil en mí para este momento y para este objeto [el texto en cuestión]. Puesto en otras palabras: al leer este texto "aburrido" no he podido rebasar el deseo, o sea la parte privada de mí que no es mía.

A mi juicio, estas reflexiones pueden ser de ayuda a un escritor. Sobre todo por cuestiones, ahora sí, de perogrullo: que no lean tu texto es en el fondo algo muy parecido, si no un calco, de que no te quieran. En mi caso particular, puedo decir que ya he pasado esa etapa en que escribo esperando que me quieran. Aclararé: me encanta que me quieran, y me gustaría que me quieran, pero ya no lo espero. Así descubrí que buena parte de mis frustraciones iniciales tenían que ver con que, erróneamente, yo esperaba que, a través de un texto, me quisiesen. Esta misma esperanza la he notado en otros escritores, y sus resultados son siempre muy parecidos: una temporada de frustración.

Ahorita mismo recuerdo uno de los tantos programas que escuché de La venganza será terrible, donde Alejandro Dolina dice que "escribo para que me quieran, y es que por qué otra cosa escribe alguien si no es por eso", y luego señala que todo aquél que diga lo contrario es un hipócrita. Yo creo que ese pensamiento de Dolina es cierto, siempre y cuando lo acotase como cierto a aquellos escritores que, sinceramente, no de forma hipócrita, esperan ser queridos [un pensamiento que se referencia a sí mismo]. Sin esta acotación, y haciendo la tabula rasa de Dolina, donde todos, en ese punto, somos hipócritas, parece, en cuanto a la literatura se refiere, un pensamiento políticamente miope.

El escritor aburrido y sus vehículos

Está bien, la ecuación es como sigue: el escritor escribe su texto aburrido; nadie lee su texto; nadie accede a sus ideas; en términos políticos, es como si el escritor no hubiese escrito su texto; en términos reales, el escritor no escribió su texto.

Es una ecuación acalambrante. ¿Pero de quién es la culpa aquí? ¿De su lector, es decir, la parte pública de él [el escritor] que no es suya? ¿De él, es decir, la parte privada de él que no es suya que no se comunica con su parte pública, que tampoco es suya? ¿O del vehículo, es decir, la parte pública, a secas?

En lo que a mi experiencia como escritor respecta, me gustaría, instintivamente, pensar que la culpa no es mía, por supuesto. En lo que a mi experiencia como lector respecta, que es una experiencia bastante más grande en comparación con la que tengo de escritor, también me gustaría pensar que la culpa no es mía, sino del escritor equis, que me está ofreciendo un texto que supuestamente "no me atrapa". Es decir entonces que mis dos experiencias fundamentales al acto literario están en contradicción al mismo tiempo.

Diviértame, sea como yo

Bien, la situación literaria se ha vuelto exasperante: vemos a nuestro lector que apenas va rebasando la esquina del primer párrafo, o es posible que su mano se haya vuelto demasiado pesada como para pasar la primera página; nos mirará de reojo, intentando no herir nuestra sensibilidad, y le gustará esquivar esa lectura pastosa que ha descifrado, porque sabe leer, se le alfabetizó, pero que no ha entendido, no ha relacionado consigo mismo, es decir, no se parece a él. De todo lo que él recuerda en su mundo, nada, ninguna estructura mental se parece a ésa que halla en la página bajo sus ojos, y él, decididamente él, no es un "coleccionista" de estructuras mentales. 

Se incomoda un poco, se remueve en la silla que le hemos acondicionado, para que nos acompañe, mientras lee. Está comparando nuestras palabras con sus propias palabras, está midiendo en su balanza personal el significado que él cree que tienen nuestras palabras con el significado que él cree que tendrían si esas palabras fuesen suyas. Al final de uno de nuestros más elaborados párrafos, pensará una frase muy parecida a ésta: "Vamos, vamos, dígame rápido lo que tiene que decirme, y no me atosigue más". Y esto, exactamente esto, es su pensamiento político.

El escritor bancario

El escritor bancario creo que bien puede ser aquél que piensa que su relación pública con su literatura es una especie de relación suprema, donde sus responsabilidades sociales, políticas, están suspendidas, en favor de sus derechos civiles. Él tiene derecho a publicar lo que quiere, se preocupará por las ventas de sus libros, despotricará por la cadena de intermediarios que le roban su plusvalía, escuchará el clamor de sus lectores -que son su especie de banco de datos privados, donde están depositadas todas las palabras de sus obras-, incorporará la masa de sus comentarios, y, por último, en un acto de amor, se parecerá a ellos. Es decir, querrá divertirlos. Le gustaría ser la proteína que los divierte, que los narra, que los hará sentirse bien consigo mismos.

El lector bancario

El veraneante. Los vigilantes de su lectura son su hamaca, o su silla plegable. Sus pensamientos huelen a filtro solar.

En tierra

Parece obvio que el error está en que, a la hora de evaluar nuestras obras literarias, utilicemos el binomio aburrimiento/diversión -es decir, un diccionario de deseos, un diccionario chico, por cierto- para expresar un valor crítico. Esto, que es supuestamente tan obvio, es con demasiada frecuencia la carta de presentación de una crítica textual: si la novela "atrapa" o "divierte". No digo que siempre se reduzca a ella. Pero su presencia marca una hoja de ruta. ¿Quizá nos es inevitable? ¿Realmente nos es inevitable? ¿Por mandato, por necesidad, no podemos suspender esa función simbólica? Por supuesto que no.

Es cierto: los críticos, los verdaderos críticos literarios, en la última cosa que se detienen es en ésa. Otra perogrullada. Pero si esto es así, entonces yo pregunto: ¿dónde diablos están los verdaderos críticos? ¿Es que acaso para sus investigaciones utilizan su crítica real, su vastísimo diccionario político, pero cuando hacen de formadores de opinión "pública" utilizan el diccionario chico, el del deseo? ¿Es que sus platos de guiso caliente los domingos dependen de lo que hacen con su diccionario más chico?

Creo que, como escritor, tengo ciertas obligaciones, que son las que a su vez habilitan mis derechos, aunque sea sólo a mis propios ojos. Y divertir no es una de mis obligaciones. La reflexión continúa.

Las citas

La objetividad es, entre otras cosas, una cuestión política: es una cuestión de que haya formas de rebatir a aquellos que insisten en que todo está bien mientras nos sintamos bien. Esto es una crítica a la mentalidad de colonia de verano. O, como dice Bertolt Bretch de un modo bastante menos elegante, de que "los canallas también necesitan enternecerse". Sentirse bien con uno mismo cuando uno no tiene fundamentos materiales para hacerlo es cometer una injusticia contra uno mismo.
TERRY EAGLETON / "Después de la teoría" [139-140]

Cada época posee hombres destinados a divertirla y hombres hechos para orientarla. Los que la divierten sólo pueden aspirar a una gloria efímera, y a recibir los beneficios de éxitos momentáneos de librería. Los que la orientan tienen generalmente la vida más dura, pero son los únicos que pueden aspirar a quedar en la memoria de sus semejantes, y a ser leídos con devoción después de la muerte. Esta ley brutal no ha dejado nunca de ser comprobada por los hechos.
ALEJO CARPENTIER, en RAMÓN CHAO / "Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier" {libro de entrevistas} [101]

El que no sepa permanecer entre cuatro paredes no sabrá nada.
AZORÍN / "Españoles en París" [23]