24.1.15

Settings

(publicado en la Revista de ensayos, del Colectivo Prohibido Pensar, Año I, número 5, Enero/Febrero 2015: 100-103.)
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Réquiem por Adorno

No en pocas oportunidades, uno atisba en la distancia la silueta de Adorno y no puede evitar el florecer en el rostro de cierta sonrisa nostálgica y melancólica, de un movimiento de cabeza algo infantil y condescendiente: aquél gigante que había sido un niño prodigio, y que con su torrente de música y escritura y exilio y potencia intelectual engordaba los anaqueles, hoy aplastado ya bajo la monstruosa legislatura habermasiana, y sepultado bajo los sofisticados recovecos de lo que se insiste en llamar "posmodernismo". Ésta es la noche de Adorno.

Y suculenta es la noche de ciertos muertos. ¡Cuántos intelectuales de izquierda -si es que alguna vez, sobre la rambla de Montevideo, estas palabras han marchado juntas, alpargata contra alpargata- desearían tan sólo recibir una amenaza de epifanía como la experimentada por Adorno durante los intensos días estadounidenses de Minima moralia! Ser víctimas de una idea brillante, he allí la esperanza de toda vida ágil, interesante y simultáneamente patética, ya descorchado el envase y frotados todos los vicios.

No han sido pocos los intentos por rescatar el legado de Adorno de la protuberante manopla que extendió sobre éste Jürgen Habermas. Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad ("La crítica de la razón después de Adorno", de Albretch Wellmer), Theodor Adorno (Ross Wilson, de la serie Routledge Critical Thinkers), o la interesante y completa biografía Theodor Adorno. One Last Genius (Detlef Claussen), son textos claves, y relativamente recientes, que abordan esta masiva obra.

Beating a dead horse

Uno de los aspectos más superados de la obra de Adorno sería aquél que concierne al advenimiento del concepto de industria cultural, específicamente en cuanto a que las proposiciones iniciales de Adorno (y uno de sus engels, Max Horkheimer) presuponían un consumidor pasivo y completamente engañado, víctima inocente de un mass schema. Los grandes capitalistas, esos gigantes motores de los cimientos de la industria cultural, tenían sujetados a los individuos gracias a que estos desconocían totalmente que cuando compraban un artículo de marca o cedían a las tendencias consumistas de moda, en realidad se sometían ciegamente a los esquizoides poderes de estos flamantes victimarios.

En etapas posteriores de su vida intelectual, Adorno atendió esta posición que caricaturizaba al consumidor y avanzó con una mordacidad ejemplar a la siguiente elaboración: las vetustas víctimas de la industria cultural contribuyen al consumo de este tipo de cultura a pesar de saber lo que hacen: con tal de que reciban la más mínima y dionisíaca gratificación, desearán un engaño que sin embargo es por completo transparente a ellos (ver el texto Culture Industry Revisited).

El término "industria" en sí no debe ser tomado literalmente, nos comenta en ese texto: se refiere a la estandarización de la cosa en sí y a la racionalización de las técnicas de distribución de productos culturales, pero no específicamente al proceso de producción de tales productos. Industria cultural es más la auratización del capitalismo volcado a la cultura, que la manufacturación per se de unos cuantos discos o novelas pop.

Un cuerpo que no hace fru frú al moverse

Hoy en día, es rara la persona que no sea en buena medida anti-adorniana. ¿Cómo no vamos a saber cómo funciona la televisión? Y estos espeluznantes carteles en los estómagos de cada unidad de transporte colectivo, ¿a quién engañan? ¿Alguien puede dudar de que no sabemos que odiamos a nuestro supervisor del Call Center? ¡Y por favor, que alguien llame al Horóscopo!

Aquél, reconocido y nombrado como "hijo de puta", no nos explota con su presencia en la supervisión del Call Center, mientras monitorea nuestra compostura al recibir una tras otra las llamadas más agrias de los vírgenes consumidores estafados; sino que quien antes odiábamos en la fábrica o el cuartel ahora nos aborda con tranquilidad en la mesa de casa, al mismo tiempo que con su ausencia elegantemente nos auratiza. Si por un lado monitoreará nuestras llamadas recibidas en un cubículo a cara descubierta, después nos espiará ocultos en la hinchada o en la soledad de nuestro porntube. Y nunca ha habido una soledad tan calificada como la que experimentamos frente a nuestro porntube. Pienso en cuánto pueblo han formado los canales del bukkake y las franquicias del gloryhole, y tiemblo. ¿Y quién es el señor que tan sombría y melancólicamente nos emociona cuando se pican los penales?: Theodor Adorno.[1]

Higiene adorniana

¿Cómo entender que una expresión cultural no es más que industria cultural, y otra no? ¿Por qué hinchar por un cuadro de la Liga Española sería un rasgo de esclavitud cultural, e hinchar por la selección uruguaya no? O mejor aún, ¿cómo entender a quien se enfurece porque aparezca una "vulgaridad" en la caja boba, pero no porque le roben la marxianísima plusvalía todos los días del año?[2] ¿Cuántas "gringadas" hay que consumir para ser gringo? He aquí el infierno maniqueísta y su maquinaria que se enhiesta para aplastar a cuanta hormiga adorniana podría subsistir en la vuelta.

Las derrotas de Adorno se contaron ya hace tiempo en variadísimos frentes. No basta el estatuto de la reificación para reconocer la industria cultural,[3] porque a estas alturas -en las que la industria cultural ha penetrado con su tecnología los rincones más íntimos de tus Settings- la reificación ocurre ya casi a un nivel intrasilábico en el individuo; aunque parezca increíble, y a riesgo de ser más adorniano que Adorno, la cosificación se semantiza antes de que las sílabas de lo más íntimo y privado del individuo -su lenguaje- lleguen completas a éste.

Incluso el desmantelamiento de la expresión "expresión cultural" y su univocidad -frase que a todas luces se sentía muy unívoca al Adorno de la República de Weimar y su high art y low art- ha problematizado el mismísimo terreno común donde nuestros análisis podían empatarse con los de Adorno.

No adorarás los Settings

Una expresión cultural no es más que industria cultural cuando su única y más vital función es desplazar la política[4] del individuo, y quizá inadvertidamente reemplazarla por esas palabras tan bonitas como "autonomía", "pluralidad", "identidad", "reconocimiento", "sujeto humano" o "derechos” -eso tan moderno que antes no teníamos en el catálogo-, por citar unos ejemplos, y que, en el fondo, son unos buenos y efectivos eufemismos de la Gran palabra de nuestro tiempo: la administración.

La administración, y esos magníficos vehículos adornianos; la nacionalidad del hombre, el identikit de la obra, el ovillo de la ideología. La verdad que nos heredó la industria cultural se resume en esto: "Tu nacionalidad, tu commodity";[5] y en vez de nacionalidad podemos colocar el vocablo que mejor nos venga en gana: deporte, look, estilo, perfil, porntube, hashtag, etcétera.

¿Es esto una higiene adorniana? No. Porque aquí no habría consumidores engañados. No existiría ya el actante sacrificado de toda su agencia; no subsistiría ese ideólogo lo magníficamente niño como para ser perdonado. La nacionalidad, allí, véanla, y sus florituras. La nacionalidad, y esos suculentos vehículos administrativos, en el sentido más zizekiano, si se quiere (no pun intended).

No hay higiene de Adorno, como no hay higiene del porntube. Elegí "nacionalidad" no porque, como instituto moderno, sea un gran vehículo de lo social, sino porque, en la constitución de ese instituto como tal, y a pesar de la gran disparidad de elementos narrativos que utiliza,[6] funciona efectivamente como una commodity. Mientras "nacionalidad" no sea un sema de sociedad, sino de administración, no importa qué tan grande o chica sea nuestra nación: siempre estaremos unidireccionalmente narrados en ella. Es esta unidireccionalidad la que la emparenta con la industria cultural adorniana, y es su narratividad la que la acerca a nuestro presente, infestado de signos y signos, y donde cualquier intento de rifle sanitario sígnico es un crimen, paradójicamente, político.

Réquiem por nosotros

¿Cuándo la narración de una nación desplaza la política? Siempre. Y nunca. Porque la actuación de la política no implica un relato, sino un acto. Ése es el acto que suspende el carácter jerárquico de toda nación, donde a alguien le toca narrar, y a alguien ser narrado; a algunos nos imaginan, y a otros imaginamos. Como anota Rancière,[7] no existen palabras para política, justicia o igualdad. No son éstas narraciones perdidas u olvidadas a las que habría que llegar. Simplemente son.

Correspondamos la anotación de Rancière con uno de sus propios ejemplos: Política no es que el negro de Louisiana realice una marcha de protesta en contra de la segregación racial. Esto sería el discurso entre los discursos, donde la paradoja de Bourdieu entrelaza en la mismidad del negro la otredad del combatido.[8]

Política, realmente, es que ese hombre negro vaya y se siente en ese restaurante For Whites Only y espere ser atendido. Es esto, y no otra cosa, lo que hace evidente en su máxima expresión el cuerpo de la política. Sentarse allí, como quien va por el signicidio del racismo. Y es este acto silencioso, y sin mayor explicación ni trámite que el de la presencia de un individuo en una mesa que le está prohibida por serlo -un estado no semantizado (a menos que el color de la piel sea un sema)-, lo que configura la política, la igualdad, la suspensión de una jerarquía.

Hoy no está de moda Adorno. Está de moda narrar, ser un texto, o un palíndromo humano, cuya vida se lee igual en todas direcciones. Está de moda poseer todas las rectas, para que no nos acusen de intolerantes o de, por si las dudas, stalinistas. En el mundo abandonado de Adorno, por menos te purgan; por un poco más, te administran.

En este sentido, como en lo demás, toda palabra, cuando nace, establece su propia anatomía histórica.
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[1] Terry Eagleton se pregunta, en La idea de cultura, ¿cómo sería una sociedad como las occidentales que careciere del deporte como expresión de la industria cultural? Siendo que el deporte profesional es el producto cultural más perfecto posible, ya que, al mismo tiempo que se enguanta al deseo de cualquier espectador, provee su propia narración junto a su redondez ideológica, una sociedad sin esos deportes sería una sociedad.

[2] Cfr. la destacadísima obra Folk Devils and Moral Panic, de Stanley Cohen; no anda muy lejos de las recientes campañas por la baja en la edad de imputabilidad: simplemente repetimos Gran Bretaña. ¿Qué sería nuestro venenosísimo plancha, y su hermano mayor, el menor infractor? Sólo nuestro folk devil británico, una volqueta humana sobre la cual descargar nuestro revoque de moral panic, mientras asistimos a un atardecer en la rambla montevideana y nos deleitamos, no sin ternura, en esos pintorescos pescadores, jubilados de la corvina.
[3] Denunciar, desde Marx hasta acá, que un objeto cultural nos reifica equivale en eficacia a gritarle a un juez "¡Vendido!" desde esa rica tribuna.

[4] Entiendo aquí por política el sentido rancièriano del término, no el administrativo policial, más propagado. Esto es, política en cuanto a acto del individuo que suspende el arjé.

[5] Sólo alguien lo suficientemente contemporáneo de Adorno podría haber diseñado el slogan "Un turista, un amigo".

[6] Cfr. la obra clave de Michael Billig, Banal Nationalism.

[7] Lo anota en básicamente todos lados, pero se puede hallar expandido en El reparto de lo sensible, El tiempo de la igualdad o en la recopilación de breves escritos políticos y entrevistas Momentos políticos. Cfr. la estrategia de los derechos civiles en los 60’s estadounidenses con la narración que hace Rancière sobre la secesión de los plebeyos en el Aventino.

[8] Esta paradoja narra que cualquier actitud del Esclavo validará la posición del Amo; si marcha sobre él, es porque desea suplantarlo de manera simbólica (y también muy realmente, a decir por los machetes desenvainados), con lo que refuerza la posición del Amo; si decide intentar desarmar la simbología del Amo al tomar la estrategia de abrazar y celebrar su identidad de Esclavo en busca de aquilatarla con su entrega, también refuerza la posición del Amo, porque funciona en base a su discursividad. Como sea que, a nivel discursivo y simbólico, la expatriación de este tipo de vínculo es, por lo menos, perversa. Es verdad: la isla de los patriastras es imposible.