14.2.12

El escritor, la molesta moral

Yo creo que pocas actividades me hacen cuestionar mi desempeño moral como la actividad del arte. Es cierto: muchas, todas, las actividades, deberían de ser capaces de ayudarnos, con mayor o menor poder, a revisar nuestra moral. Pero algunos eventos chocantes, como por ejemplo ir al supermercado y escoger entre brócolis o algo fritable, han perdido su efectividad y no me invitan a cuestionarme. Para otras personas puede ser una detonación moral instantánea el hecho de que tengamos la comida encarcelada detrás de una vitrina, aunque difícilmente un domingo en el estadio Centenario les resulte en una reflexión moral casi prenirvánica. Y, por ejemplo, para mí el símbolo de la masa-hinchada, del individuo-barra-brava levadura de esa masa, ese resumen del hombre-guiso-moral -que es el deporte profesional, rentado-, es moralmente poderosísimo, y siempre me cuestiono cosas al observar ese estadio.

En cuanto a escritores, pues... no sé. Quizá la moral no sea, digamos, un tema popular entre nosotros, no lo sé. Quizá es porque lo encaramos mal: lo encaramos como una relación moral-texto, que de manera automática se convierte en una especie de guerrita entre muchas cosas, principalmente: nuestros prejuicios acerca de nuestro propio texto, nuestros prejuicios acerca de la moral, nuestros deseos acerca de nuestro propio texto y nuestros complejos acerca de nuestro propio texto. Todo alrededor de "nuestro propio texto". Todo como si el texto fuese, efectivamente, nuestro.

Nunca he tenido una plática apenas fructífera con otro escritor acerca de la moral, él, y su actividad. Ey, es más, creo que nunca he tenido una plática apenas fructífera con nadie acerca de esto. Miento, con mi hija sí. Y lo complejo de su pensamiento acerca de la moral es escalofriante cuando me lo expresa de forma tan sencilla. Me hace decirme "Oye, si es así yo quiero ser niño también".

Uno de los principales obstáculos que tuve/tengo para este tipo de plática con otros escritores es el de que las patologías de nuestros egos constantemente se interponían. Con un carácter incesante patrullan sus textos, como verdaderos estancieros, asegurándose de que sus textos están bien alimentados, que en sus corrales tienen aguan, y que los cuidan lectores-capataces fieles. Se escandalizan si presienten cualquier amenaza de sequía prolongada. Y cualquier intromisión en las chacras textuales, o el más mínimo gesto de poner una mano en una de sus alambradas, es rebatido con un escopetazo de advertencia. Y esto es un hecho moral, qué un hecho, un equipo entero de morales.

Las preguntas pertinentes que alguna vez me hubiese gustado platicar con otro escritor -suponiendo que su ego no tiene un sarcoma- son más o menos como éstas: 

-este texto equis que acabo de escribir, ¿va a modificar el estado crítico de su objeto? ¿el objeto de su crítica será el mismo? Y si lo sigue siendo, ¿no es mi obligación moral de que no lo sea, de que se modifique, es decir, de que mi texto efectúe una crítica? ¿O puedo, campeonamente, pasearme sobre él, como un secador de pelo?

-este texto equis que acabo de escribir tiene su objeto crítico, bien, ¿pero este objeto es el más urgente para la sociedad en que vivo? La percepción de urgencia en este caso no es más que otro nombre de subjetividad, ya lo sabemos, no existen dos escritores cuyas percepciones acerca de las urgencias de sus sociedades coincidan. Pero sí podemos coincidir en esto: que escribiremos sobre lo que percibimos de urgente en la sociedad, no lo que nos urge a nosotros. Esta distinción podría ser moral. Podría ser hipermoral.

-¿Realmente pensamos que la literatura nos necesita? Vamos, ¿realmente pensamos eso? ¿Que vamos a hacer avanzar el molino de la historia literaria? ¿Que la literatura nos eligió? ¿Que no podemos dejar de escribir porque no podemos dejar de escribir? Quizá si respondemos que sí sólo estamos atestiguando un deseo, una ambición: la de silenciar nuestra moral, la de querer escapar de ella, que se calle, que cierre ese pico molesto que nos incomoda mientras estamos puliendo ese párrafo maravilloso. Porque sabemos que, en circunstancias normales, los analfabetos deberían pisotearnos. Ah, los analfabetos... si pudiésemos sentar a uno de ellos en nuestra mesa de bar y pedirle que nos contara, desde el alma, la historia de la literatura...