10.3.12

Ideas uruguayo-nicaragüenses / Nicaragua01

Equidistancias

En este año que va, corre para mí el décimo tercer año que llevo viviendo en Uruguay. Que es la misma cantidad de años que viví en Nicaragua. A estos veintiséis años sumo un resto repartido en varios países del continente.

Como exiliado -voluntario-, no puedo menos que encontrarme en una especie de periferia constante: no tengo las claves culturales que forjaron el pasado de mis contemporáneos uruguayos, y no tengo las claves culturales que forjan el presente de mis contemporáneos nicaragüenses, aunque de estas situaciones de carencia la más angustiosa es la primera, la carencia uruguaya por así decirlo, ya que es historia irrecuperable para mí, es invivible; en cambio, el presente de la segunda siempre está al alcance de un click, una llamada, una radiotransmisión por la red, o unos hipotéticos boletos de avión.

Por tanto, para mis contemporáneos uruguayos, mi pasado tiene trece años. Para mis contemporáneos nicaragüenses, mi presente se detuvo hace trece años. Tengo con todos ellos, entonces, comuniones heridas, cercenadas, incompletas.

En cuanto a Uruguay, escribiré en otra ocasión; creo que, después de trece sólidos años aquí, al filo de la navaja, que incluyen mi advenimiento como escritor, me he ganado el espacio, por no decir el derecho, de realizar mis críticas, como un uruguayo más.

En cuanto a Nicaragua, voy a reflexionar en tanto que al rol de escritor se refiere, esto es, su producción textual y las condiciones políticas y materiales que rodean y sostienen esta producción textual.

Algunas marcas

Cuando yo vivía en Nicaragua, en mis últimos años, la RAAN y la RAAS eran el departamento de Zelaya; todos los días me despertaba, secretamente, sin que mi madre lo supiese, para escuchar en Radio Ya la emisión matutina (0600) de Otto de la Rocha interpretando a Aniceto Prieto/Lencho Catarrán/Pancho Madrigal; seguir a los Dantos de Managua era políticamente correcto y progre, seguir a los Indios del Bóer era ser conservador y facilista, los Dantos eran garra, sacrificio y heroísmo revolucionario, o sea, trabajo, y los Indios del Bóer eran burguesía, la percepción de jugadores mejor rentados y ganar jugando bonito, o sea, estética; Epifanio Pérez era una gloria -para mí lo sigue siendo-; y Edgar Tijerino aún no era una vedette.

Nicaragua se encaminaba por ese entonces, bajo una línea de gobiernos "liberales", a conseguir un grado de analfabetismo que, en la década del 2000, alcanzaría el 30%. Además ingresamos en el grupo de los Países Más Pobres del Mundo -y algunos hasta lo celebraron-. Aquí podríamos declarar, si todavía nos quedaba alguna duda, cualquier vestigio de Revolución oficialmente muerto.

El exilio en Uruguay, como no podía ser de otra manera, me forzó -lo quisiese o no- hacia un nuevo lugar desde donde mirar las viejas ideas que portaba acerca de mi identidad, y me instiló nuevas ideas con respecto de mi país. Estas ideas, ahora tienen este sabor, presentan una existencia algo paradójica: tienen una raíz nicaragüense, pero un fuerte eco uruguayo, son una comunicación directa con la mayor tradición crítica que respiro en la sociedad uruguaya. Curiosamente, entonces, esto sí que es curioso para mí, estas ideas tienen en el fondo más factura uruguaya que nicaragüense, esto es, son más un producto positivo del nacimiento y progreso de mi identidad como uruguayo, que un remanente o peso seco de la paulatina "muerte" de mi identidad nicaragüense.

Idea-fuerza: La toxicidad de Rubén Darío

He aquí algunas ideas que, como dije, hacen al rol de escritor:

-Rubén Darío ya es una cuestión tóxica en la literatura nicaragüense: mis años en Uruguay me han mostrado la profunda artificiosidad del esquema Rubén-Darío-el-poeta-Nicaragüense. Quiero en este momento acotar el término "esquema", y su relación "artificiosa". Como esquema quiero decir: el montaje, el aparato, la estructura, el andamio, que intenta utilizar a Rubén Darío como un vehículo, un estigma, una marca, de "ser-nicaragüense". Y artificiosidad se remite, precisamente, por ser una marca, una calcomanía, un logo Made-in-Nicaragua, a la maniobra ideológica de aquella intentona, de aquel esquema. Digámoslo así: literariamente, durante la mayor parte del tiempo hemos sido una sociedad huérfana, bastarda si se quiere, sin padre literario alguno. La manipulación de Darío como alfil de nuestra textualidad la veo, la siento, como un ensayo de llenar ese vacío, ese angustioso vacío. Porque sin un padre, sin un padrillo, textual, viril, sólido, firmemente estudiado, canonizado y secularizado, podemos empezar a temblar en nuestra nicaraguanía.

Pero la verdad es que Rubén Darío quizá es más sudamericano o español, antes que nicaragüense. Darío no es un padre, sino un padrastro -o así lo siento yo, y también mi producción textual-, que nos lo impuso una madre -quizá también una madrastra- que no conocemos, y cuyo nombre no recordamos.

Creo que los escritores de Nicaragua, si hemos reflexionado a este respecto, deberíamos denunciar esta insistencia ideológica y pasar a aceptar los hechos de familia como son, y no como nos gustarían que fuesen: que somos una nación (¿en serio?, ¿después de todo, somos una nación?) cuya textualidad es huérfana, bastarda en el mejor de los casos.

En lo que es en mi caso particular como escritor, pero sobre todo como nicaragüense, estoy absolutamente preparado y dispuesto a renunciar al padrinazgo dariano, a denunciarlo como artificioso en cuanto que locus de identidad, y a intentar impedir que se continúe con esa maniobra que opera contra mí: perpetúa un estado de lesión de identidad. Si soy huérfano textual, por el lugar en que nací, pues déjenme serlo. En serio, déjenme serlo. Lo arreglaremos. Les prometo que eso lo arreglaremos. Pero, si lo somos, déjenme serlo.

Si he recibido la influencia de Rubén Darío es en tanto que Darío es de la lengua castellana, no de la nicaraguanía. Como nicaragüense, puedo decirles, puedo afirmarles sin salirme un punto de la verdad, que jamás me sentí identificado ni con la prosa ni con la poesía de Darío, y que mi contacto social con él únicamente pasó por la recitación atlética de sus poemas en la escuela/liceo, más el clásico poemita modernista que escribimos de chavalos, y que, en lo que a mi pasaporte nacional se refiere, me hubiese dado lo mismo que Darío hubiese nacido en Santiago de Chile, en Buenos Aires o en Madrid.

Como escritor, en cambio, doy gracias a que he recibido no a Darío mismo, sino el estado de la literatura castellana en parte como consecuencia de la obra de Darío, una obra que considero monumental, por las condiciones históricas y dialécticas de las que emergió, pero no por las actuales. Sin embargo, ciertamente este agradecimiento con Rubén también lo deben de tener los escritores chilenos, los argentinos, los uruguayos, los españoles, etcétera. Y ni siquiera los escritores, sino cualquier persona que alguna vez ha abierto un libro en castellano y que no es una traducción de otro libro.

Esto es, como escritores políticamente nacionales, somos patriastras de nuestra nación -de nuestra nación política; nuestros países literarios no son nuestros países-, pero compatriotas del país textual en el que vive Rubén Darío.

Así que, por favor, dejémonos de joder con el truco Rubén-Darío-el-Poeta-Nicaragüense, y empecemos a narrar nuestra familia textual como es, una familia bastarda y/o huérfana, que refleja y que acompasa no en poco la historia colonialista e imperialista que sobre nosotros ha recaído, y cesemos de narrar nuestra familia como nos gustaría que fuese: una familia "modelo" con un padre borracho, cabezón.

Pastillitas

Al respecto, por último, quiero introducir tres pequeñas pastillitas literarias que anotan la idea que estoy reflexionando.

i) primero, los versos de Nicanor Parra, anotados a su vez por Roberto Bolaño, en Entre paréntesis. La cita es como sigue:

[...] en fin, el orden varía según los interlocutores, pero siempre son cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de Chile. Hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice así:

Los cuatro grandes poetas de Chile
son tres:
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.

[...] Rubén Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no importa -es tanto lo que todos ignoramos incluso de nosotros mismos-, fue el creador del modernismo y uno de los poetas más importantes de la lengua española en el siglo XX, probablemente el más importante, nacido en Nicaragua en 1867 y muerto en Nicaragua en 1916, que llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo buenos amigos y mejores lecturas, pero en donde también fue tratado como un indio o como un cabecita negra por una clase dominante chilena que siempre se ha vanagloriado de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son Ercilla y Darío, que pasaron por Chile y que tuvieron experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla en la guerra y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en Chile o sobre Chile, y en la lengua común que es el español, pues dice la verdad y no sólo zanja la ya aburrida cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevos interrogantes, nuevos caminos, [...]
ROBERTO BOLAÑO / "Entre paréntesis" [44-45]

Más claro, echarle agua.

ii) la segunda pastillita es un rasgo, un patente, aunque sutil, y significativo rasgo que he encontrado absolutamente en todos los libros, pertinentes al tema, que he leído de Azorín, [he leído muchos libros de Azorín], uno de mis maestros de estilo: en todas las veces, sin excepción, que Azorín ha escrito un comentario o esbozado una idea que toca a Rubén Darío se refiere a él como "nuestro poeta", es decir, nuestro como español, esto es, de España. Inclusive, cuando en algunos breves pasajes comenta la poesía española contemporánea suya, incluye a Darío entre los poetas españoles, sin ningún tipo de especificación migratoria, y lo llama siempre "nuestro". Conociendo como conozco a Azorín, bajo su toga de minuciosidad, su consistencia de procedimiento y su metodología, me costaría grandes esfuerzos creer que es ignorante de la procedencia migratoria de Rubén Darío. Obviamente que Azorín sabe que Darío nació en Nicaragua, ¡cómo no va a saberlo!, pero lo descarta a la hora de pesarlo en la balanza de la literatura, y lo presenta como español a secas. ¿Es un intento de apropiación, de usurpación por parte de Azorín? ¿Es una jugada imperialista -otra más-, esta vez de España, contra "nosotros" -algún nosotros- para quedarse en sus predios con el Príncipe de las letras castellanas? ¿O no será que Azorín simplemente inauguró la misma función que cumpliría, décadas después, Nicanor Parra: la de señalar "Rubén no nació aquí, pero es más nuestro que los nuestros? Esto puede ayudarnos a reflexionar que, en cuanto a identidad, identidad textual, Rubén Darío no es "nuestro", no es nicaragüense.

iii) tercero, una obra suprema del fetiche: Margarita está linda la mar, la novela con que Sergio Ramírez compartió el trofeo inaugural del premio Alfaguara en 1998. Es curioso que recién sea en 1998 cuando se convirtió a Darío en un plastic-doll de libro. Pensándolo bien, la reificación narrativa de Darío en ideología debería de haber ocurrido mucho antes; no lo sé, pienso, es una idea, o menos, menos que una idea, sólo una sensación. Quizá otras obras literarias ya lo plastificaron con anterioridad, como a las cédulas, y yo lo desconozco. Pero las probabilidades de que así sea son pocas, no sólo porque no tenemos tanta literatura nicaragüense en el siglo XX como para derrochar fetichizaciones o plástico, sino porque la fetichización, la cosificación misma como herramienta cultural y su momificación crítica, es un producto relativamente reciente en el mundo occidental, algo que tiene que ver más con el pasaje del escritor hacia la posmodernidad literaria, y el agotamiento de las literaturas. En Margarita está linda la mar, Sergio Ramírez produce una masacre de símbolos siguiendo casi que al pie de la letra la receta del fetiche -habría que buscar con exactitud los términos de esta receta, quizá ha cambiado-. En la novela ocurren dos historias que, a través de hábiles herramientas narratológicas -como quiera que Sergio Ramírez es un escritor profesional-, nos son presentadas como espejos una de la otra: en un espejo vemos al poeta Rigoberto López Pérez en su gesta épica donde logra asesinar, en 1956, al dictador Anastasio Somoza García, sacrificando de forma ovina su vida; en el otro espejo, seguimos a Rubén Darío, en sus últimos tiempos, por su estadía en Nicaragua, culminando con su muerte en 1916, y en el robo de su cerebro. Entonces, el lector, a través de diversas focalizaciones y cambios en las voces narrativas durante toda la novela, asiste a una maniobra en la que constantemente está cambiando de espejos: en uno miramos al héroe nacional, al nicaragüense verdadero, cordero sacrificado por la nación, en el otro miramos al héroe literario de la lengua siendo nicaragüense: como comprenderán, para los que no hayan leído esta novela -y más  todavía para los que sí la leyeron-, nos es imposible evitar la transferencia cultural entre ambos símbolos. Es más, no podemos decir con exactitud qué simbología está al servicio parasitario/comensalista de quién, si el nicaragüense del Hombre Universal o el Hombre Universal del nicaragüense, si el héroe del genio o el genio del héroe, si las artes a las políticas o las políticas a las artes, si la conspiración a la decadencia o la decadencia a la conspiración. La novela es buena en cuanto que interroga, de forma habilidosa, una historia cultural concreta. Pero es mala en cuanto a que su interrogación termina en ideología pura, concurre al engaño de una transferencia simbólica donde el objetivo es -o para mí es patente- el de machacar aún más la identificación de Rubén Darío como El-Poeta-Nicaragüense. No tengamos ninguna duda: esta obra, como corresponde a las obras de todo escritor, implica/comporta una operación ideológica pura. Con seguridad ocurren otras funciones en el libro, no vayamos a olvidar ahora el viejo truco de la polisemia en la teoría literaria, siempre es bueno tenerlo a mano para poder incluir en él todo el resto, lo que sea que sea ese resto. Pero ésta, esta operación ideológica, siento que es el objeto de fondo de todo el libro. Ahora hallo muy natural pensar que la primera víctima de todo esto es, ni qué hablar, Rigoberto López Pérez. El Rigoberto de carne y hueso. Y que no es casual que hoy en día Rigoberto ya no está ni en el estadio, ni en los billetes. La segunda presa es el Lector. ¿Es esto casual? ¿Es realmente una pura casualidad? Seguramente la desaparición de Rigoberto de la simbología nacional es un reflejo directo que tiene que ver con la historia política más reciente, de los 90s para acá. Oh, casualidad, también el libro de Sergio Ramírez es "de los 90s para acá". Quizá antes no había muchas Margaritas-está-linda-la-mar precisamente porque había billetes de Rigoberto y el estadio era de Rigoberto. Yo pregunto: ¿ahora sí nos parece que la literatura es política, que la literatura es una operación ideológica por excelencia, que el escritor tiene responsabilidades políticas irrenunciables? ¿Ahora sí?

Secretos

///Les contaré un secreto, al respecto: cuando yo vivía en Nicaragua, el billete de 100 córdobas -al igual que el chanchullo de 100 000- tenía el rostro de Rigoberto, coloreado en azul prusia; además, a partir de la Revolución, el Estadio Nacional, en Managua, por Montoya, se llamaba Estadio Nacional "Rigoberto López Pérez". Hoy en día el Estadio se llama Estadio Nacional "Dennis Martínez", quien es el jugador de béisbol más laureado del deporte nicaragüense. Pero, ey, en serio, ¿qué hizo Dennis? ¿Realmente qué hizo, más que Rigoberto? Pitcheó un juego perfecto, ganó más juegos que cualquier latino en Estados Unidos, se hizo con algunos millones de dólares, bebió guaro, y terminó el quinto inning de un sexto juego de Serie Mundial, con el marcador 0 a 0. ¿Y qué hizo Rigoberto? Mató al dictador. Mató al dictador que quizá, de vivir, es bastante posible, hubiese impedido a Dennis todos estos logros. Está bien, es cierto, algunos me dirán que me pongo preciosista, que en última instancia el estadio es un santuario deportivo, y que Dennis es el máximo deportista que tuvimos -con lo que yo discreparía; nuestro máximo deportista es Alexis Argüello-. Yo les digo que no: el estadio nacional es un acto de nacionalidad; allí vamos a subjetivar nuestro yo común, allí vamos a socializar nuestro cáncer compartido, a sublimar la enfermedad de tener que soportarnos. En palabras de Terry Eagleton:

Es verdad que los órdenes capitalistas avanzados se han de proteger de la alienación y la anomia con algún tipo de rito y simbolismo colectivo que incluya la solidaridad de grupo, la competitividad viril, un panteón de héroes legendarios y una liberación carnavalesca de energías reprimidas. Pero esto ya lo proporciona el deporte, que combina apropiadamente el aspecto estético de la Cultura con la dimensión corporativa de la cultura y que, por tanto, supone para sus devotos tanto una experiencia artística como una forma de vida completa. Sería interesante imaginar qué efectos políticos tendría una sociedad sin deporte.
TERRY EAGLETON / "La idea de cultura" [109]

El tipo mató al dictador. ¿Me comprendés? Mató al dictador. Lo peinó, lo afeitó, lo hizo fiambre, lo palmolive, fue boleta. Inmediatamente lo mataron a él, lo acribillaron salvajemente y, lo refloto de la novela, le cortaron los güevos. Yo no estoy afiliado a ningún partido político nicaragüense, ni ningún funcionario político nicaragüense paga mis guisos del domingo ni mis gallopintos de entre semana, así que esto ahora no me viene en prenda. Mi secreto es: sin importar cómo le digan mis hemicompatriotas, para mí el estadio es el Estadio Nacional "Rigoberto López Pérez". Y así le llamaré siempre. Siempre.///