9.12.13

El hermano Jacques, 1

Bit

En estos textos de "El hermano Jacques" voy a trazar las primeras -y todavía escuetas- impresiones a raíz de lo que ha significado para mí el encuentro con la obra de Jacques Rancière. El contacto con la obra de este pensador francés [Argel, 1940], ocurrido para mí apenas de forma reciente en la segunda mitad del 2013 -un encuentro que aún continúa-, lo considero de una enorme importancia para mi trabajo, un verdadero evento o acontecimiento badiouano, y que permea tanto lo que respecta al pensamiento del trabajo literario en específico, como a mi desarrollo como individuo en general.

El objetivo de este texto no es reseñar o hacer de página amarilla o agente relacionista público de Rancière en mi medio, ni el de profundizar en la teoría de éste o "enmendarle la plana" a sus contrincantes [pensando sobre todo que desde el marxismo no faltarán quienes, ya a falta de polemizar, lo tilden de Troll maestro; y... en cierto sentido tienen razón: Ranciére es un troll], que entre los althusserianos habrán, y muchos.[1] Como amateur saidiano, lejos estoy de esa capacidad o siquiera del deseo de adquirirla. 

El objetivo es proponer y compartir un tipo de inquietud con un fin personalísimo e íntimo: el de establecer un registro de mis búsquedas actuales para avanzar en mi madurez literaria; pensar el ejercicio de una producción textual cuyas rutas se apartan de las típicas -y desde mi punto de vista, un tanto infantiles- búsquedas de formas y contenidos literarios per se; y nutrir, a partir de estos textos y reflexiones, el arsenal de la autocrítica.

Si bien escribir es lo más visceral, espontáneo y placentero que hay, el tipo de reflexión que madura al escritor no creo que esté esperándonos en una conversación con el cuerpo -en una estética-, sino en una utilidad corporal -en una política-. Vengo de una tradición adorniana, alimentada por otras rectas que se le cruzan; y escribo en la literatura latinoamericana: y creo que el edificio intelectual de Ranciére, aunque no inmune a ataques y fallas arquitecturales, puede ayudarnos como productores de textos -o prácticas culturales- a redimensionar la utilidad del cuerpo en nuestra cultura: no como algo, el cuerpo, de quien conversar o registrar, al estilo de dos viejas de pueblo que sentadas en la acera cotorrean diciendo "Allí viene un extranjero" para decir Allí viene el Cuerpo; sino para utilizarlo en la contestación de la cultura.[2]

Rutas a Rancière

Es difícil dar con un tipo como Rancière aquí en Uruguay, en el sentido no de que su obra no esté presente, sino de que parece invisible. En los cursos de la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República que he tenido -que han sido pocos, dicho sea de paso, y esporádicos-, no recuerdo haberlo visto en la bibliografía. En la Biblioteca Nacional no tienen ningún libro de él. En la red de bibliotecas de la Universidad de la República, podés encontrar siete de sus libros, dispersos en varias facultades; aunque no sé qué presencia tiene su obra en la enseñanza o investigación terciaria pero, por el pulso de las discusiones, digamos, "de salón", parece poca. El filósofo uruguayo Sandino Núñez incluye la lectura de su El odio a la democracia en la bibliografía del seminario que impartió en el 2013. La obra de Rancière corre lateral a las de las estrellas del momento, como son Zizek, Badiou, Deleuze, el mismo Núñez a nivel local [uruguayo], entre otros. En cierto sentido, creo, humildemente, que la obra de Rancière las redescribe.

Yo llego a Rancière por mis propios medios: a través de la búsqueda de las facetas de la política en la estética y la literatura.[3] No de la búsqueda de "la" política, porque de que la literatura hace política de muy diversas maneras ya estaba muy claro desde mis primeras reflexiones íntimas sobre los pobrísimos textos cuadrados que escribía en la década de los 2000. Creo que el problema fundamental para el escritor desde lo íntimo del trabajo intestinal en el texto no está en establecer este rasgo de lo que escribe, sino en entender cómo es que funciona esta expresión política, en qué niveles, y con qué intensidad se expresa en cada una de las etapas de su trabajo textual; qué significado práctico puede representar para él. Por lo menos entenderlo a su manera. Es el tejido de este entendimiento lo que observo dificultoso para mi trabajo textual; y por lejos es también el que observo como el menos abordado -o incluso desconocido- en los otros escritores que conozco.[4]

Creo que la principal razón de todo esto es que, como bien dice Eagleton, el sistema realmente tiene éxito. Sí: las penas de la política son de nosotros, las vaquitas de la literatura son ajenas. Me interesa expresarme aquí sobre todo en cuanto al escritor como tal, y su relación con su trabajo textual, y no tanto a sus productos finales, los textos.[5] Para ponerlo, entonces, en términos más rigurosos: existe una galopante hemiplejia de la reflexión política en los escritores con respecto de su trabajo textual porque la base de esta reflexión, el concepto de la política, no existe o no nos es común.

Ésta es la única intuicón que me quedó en claro de todos estos años: el concepto de política que yo manejaba para ponerme una camisa, unos pantalones e ir al supermercado para abastecerme de comestibles no se condecía en absoluto con el concepto de política que yo imaginaba que utilizaba para trabajar mis textos. ¿Cómo es posible que funcionase para una situación pero no para la otra? 

Más aún: si, debido al tipo de sistema, sociedad y Estado del que provengo, no controlo la formación, la verdadera soldadura de los componentes de mi subjetividad, ¿cómo puedo entender el discurso forense de esa muerte, de la muerte de la política, si no puedo sustraerme del esparcimiento de sus cenizas? ¡Estimado Nintendo64, mis cenizas están esparcidas en ti! ¿Y dónde está eso en el trabajo textual? 

El discurso de esa muerte, la muerte de la política, ¿está perdida?, ¿cómo se registra en el texto, en el trabajo del texto, en el acrisolado de las intuiciones del escritor? Sé de no pocos que parecen muy contentos con remitirse estrictamente a sus "intuiciones": para ellos pensar que escribir podría ser algo más que una intuición [por ejemplo que podría ser un verdadero trabajo, una labor] es casi un delito intelectual, una actitud näive ya superada. Uno no debería indagar más allá de la intuición, ¿para qué?, si eso ya está superado. Para ellos el escritor es casi una moledora manual de carne: en ella ingresa la nalga de vaca o la aguja con hueso de no se sabe qué res [o sea, sus intuiciones mesiánicas y celestiales] y por el otro agujerito sale un bollito de carne molida qué él no puede entender ni saborear [o sea, sus conveniente obras de arte]; lo único que podés hacer es, de acuerdo a los intuicionistas -gente muy sensible y daríocisneana-, firmar los libros.

Estas nociones que describo, más que poco ortodoxas, son profundamente desigualitarias: su objetivo último es mantener bajo llave las complejísimas estrategias de canonización en la cultura, y en ellas a sus productores de textos. Bajo las estúpidas promesas de "pasar a la posteridad", "llegar a ser un clásico", "entrar en la historia de la literatura", promesas y conceptos de una adolescencia intelectual tan sorprendente como idiotizante, la llave se mantiene y se refuerza. Esta llave es la política, y está en el cuerpo, navega en él, es nuestro dispositivo de alteridad.

El escritor y su sepukku

Esta discrepancia que, al observar el desarrollo de mi propio trabajo, mencioné entre esas dos "políticas" del escritor lo invitan a uno a realizar el sepukku intelectual de la política: abandonamos la reflexión política y se la dejamos a los que saben, y nos concentramos en la reflexión estética donde nuestra subjetivación -oh casualidad- va a funcionar a la perfección. Sí, ya se sabe: todos sabemos de cisnes.

Esto no es simplemente una renuncia de lo político, porque renunciar implica una agencia sobre el entendimiento, esto es, una transformación de las bases discursivas sobre las que operamos. Es, realmente, un abandono: no sólo abandonamos la política en sí -o sea, lo que de nuestra subjetivación hemos encontrado en ella atisbándola a duras penas-, en realidad abortamos nuestra agencia sobre sus discursos.[6] El escritor hoy puede decir: "Después de mi sepukku, he escrito esto". 

Todo esto, por supuesto, es una ficción. Entre la política y el escritor ocurre lo mismo que entre esos países y sus ciudadanos que no pueden renunciar a serlo: por más que se presenten en la embajada o consulado de su país y declaren "No quiero ser más tu ciudadano", no pueden renunciar a serlo [como el caso de Nicaragua, y de todo aquel país cuyo Primer Chiste es que la ciudadanía es "irrenunciable"]. Y es que en este aspecto, su subjetivación no les pertenece. Lo mismo ocurre entre la política y el escritor -algo que varios contemporáneos parecen no entender-: debido a que no son dueños de la carga social que su subjetivación "escritor" conlleva, no pueden renunciar a la política. Más exacto aún: no pueden siquiera levantar la ficción de que la elección de renuncia es posible. Trasladándolo al tropo de la embajada: no sólo no podés renunciar a nuestra ciudadanía, ni siquiera podés pensar que entre nuestra ciudadanía y vos hay algo así como una "elección" de por medio. Tu Estado te elige; vos no elegís a tu Estado.

Entonces no podés renunciar a la política; la renuncia implica agencia; así, la renuncia era una ficción. Lo que sí podés hacer es elegir entre transformar o no eso que no podés renunciar. Pero para eso primero tenés que regresar del sepukku. Es decir, primero debés rearmar el concepto de lo político, entenderlo en cuanto a tu trabajo textual poético y expandirlo de una manera que, perteneciente a la estética, sea disfuncional a las estrategias de canonización de la política.

En esto estaba, entonces, cuando me encontré con el hermano Jacques. Jacques Ranciére.
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[1] El camino ideológico de Ranciére comenzó como seguidor de Althusser. Éste integró a Ranciére, Étienne Balibar y otros a trabajar en una de las obras clave del marxismo en el siglo XX: Lire le Capital ["Para leer El Capital"]. El libro se publicó en 1965. No sé si lo mismo ocurrió con la edición francesa, pero de todas las ediciones de este libro en español que conozco [que son dos, Paidós y Siglo XXI Editores] el libro no fue publicado entero, sino que se editó y se terminó publicando un texto conformado por los trabajos de Althusser y Balibar. Ranciére y Althusser se distanciaron en 1968 -de lo que espero relatar más adelante-, así que, si estas ediciones en español son posteriores a este distanciamiento -que lo son-, es entendible este ostracismo de "Para leer El Capital".

[2] Y no, no toda escritura es contestación, como a mucho poetastro de cuarta le gustará argumentar en su cantina o en su presentación de libro-poema-tetris-mecano-para-armar-de-a-cuatro. Son contestación las armas del cuerpo, no el cotorreo.

[3] Técnicamente, llegué a Ranciére después de leer Democracy In What State? [AA. VV], un libro que reúne textos breves, entre ellos uno de Ranciére, acerca del estado teórico de la democracia. El texto de Ranciére inmediatamente me llamó la atención: su posición era completamente nueva y distinta de las allí encontradas, así que me tiré de cabeza en su lectura. Valió la pena ese Democracy, por lo demás olvidable.

[4] Estos escritores quieren sólo leer "más", y apenas. ¿Holgaría aquí decir que leer más [literatura] casi nunca equivale a leer mejor? La abusadísima tableta de alka-seltzer borgiana de que uno llega a ser lo que es por lo que lee, no por lo que escribe, ya apesta. Más exacto es que uno llega a ser quien es por cómo lee lo que lee. Obras literarias hay millones; las que uno lee, si tiene suerte, son apenas esa saliva ya muy procesada por complejas, incesantes e interminables estrategias de canonización. Hay que salir del canon para combatir el canon. O para ser más exactos: no se puede desmantelar la relación canónica desde la tentadora fiambrería del canon, como quien escoge textos como quesos para una hamburgueseada. Ahora bien, no es para nada infrecuente la incómoda sensación de que con cada nueva novela que leés -por poner un ejemplo- resulta que en vez de ser mejor escritor simplemente sos un tipo más leído. ¿Lecciones de glotonería, Mr. Self-evident?

[5] De plano que me parece una pérdida de tiempo examinar qué tipo de rasgo ideológico supondría, así, desconnotado, duro y pelado, el que un personaje posea un pantalón de algodón en vez de uno de pana, o el hecho de que fume o no. No hay que poner en el autor ideas que él no tenía. Pero por otro lado: son las ideas invisibles, ese discurso self-evident, el que ideológicamente conlleva un mayor peligro.

[6] Otra vez, y para aquellos que piensan que "el solo hecho de escribir libera": escribir por sí mismo no establece nuestra agencia sobre los discursos que nos dominan. Escribir per se es un excelente primer paso; pensar que ese primer paso ya basta es el peor primer paso que se puede dar; es quizá más tóxico que no haber dado un paso en esa dirección. Al respecto, por ejemplo, reflexionar sobre Bourdieu's Paradox: si el dominado combate a quien lo domina, simbólicamente refuerza el sitio del dominador; ahora bien, si el dominado decide aceptar para sí y reforzar simbólicamente aquello por lo que es dominado [por ejemplo, proletarios sintiéndose orgullosos por "ser" proletarios], entonces se somete al discurso dominador, reforzándolo.