(publicado en la Revista de ensayos, del Colectivo Prohibido Pensar, Año I, número 5, Enero/Febrero 2015: 100-103.)
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Réquiem por Adorno
Réquiem por Adorno
No en
pocas oportunidades, uno atisba en la distancia la silueta de Adorno
y no puede evitar el florecer en el rostro de cierta sonrisa
nostálgica y melancólica, de un movimiento de cabeza algo infantil
y condescendiente: aquél gigante que había sido un niño prodigio,
y que con su torrente de música y escritura y exilio y potencia
intelectual engordaba los anaqueles, hoy aplastado ya bajo la
monstruosa legislatura habermasiana, y sepultado bajo los
sofisticados recovecos de lo que se insiste en llamar
"posmodernismo". Ésta es la noche de Adorno.
Y
suculenta es la noche de ciertos muertos.
¡Cuántos
intelectuales de izquierda -si es que alguna vez, sobre la rambla de
Montevideo, estas palabras han marchado juntas, alpargata contra
alpargata- desearían tan sólo recibir una amenaza de epifanía como
la experimentada por Adorno durante los intensos días
estadounidenses de Minima
moralia!
Ser víctimas de una idea brillante, he allí la esperanza de toda
vida ágil, interesante y simultáneamente patética, ya descorchado
el envase y frotados todos los vicios.
No han
sido pocos los intentos por rescatar el legado de Adorno de la
protuberante manopla que extendió sobre éste Jürgen Habermas.
Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad ("La
crítica de la razón después de Adorno", de Albretch Wellmer),
Theodor Adorno (Ross Wilson, de la serie Routledge Critical
Thinkers), o la interesante y completa biografía Theodor Adorno.
One Last Genius (Detlef Claussen), son textos claves, y
relativamente recientes, que abordan esta masiva obra.
Beating
a dead horse
Uno de
los aspectos más superados de la obra de Adorno sería aquél que
concierne al advenimiento del concepto de industria cultural,
específicamente en cuanto a que las proposiciones iniciales de
Adorno (y uno de sus engels, Max Horkheimer) presuponían un
consumidor pasivo y completamente engañado, víctima inocente de un
mass schema. Los grandes capitalistas, esos gigantes motores
de los cimientos de la industria cultural, tenían sujetados a los
individuos gracias a que estos desconocían totalmente que cuando
compraban un artículo de marca o cedían a las tendencias
consumistas de moda, en realidad se sometían ciegamente a los
esquizoides poderes de estos flamantes victimarios.
En
etapas posteriores de su vida intelectual, Adorno atendió esta
posición que caricaturizaba al consumidor y avanzó con una
mordacidad ejemplar a la siguiente elaboración: las vetustas
víctimas de la industria cultural contribuyen al consumo de este
tipo de cultura a pesar de saber lo que hacen: con tal de que
reciban la más mínima y dionisíaca gratificación, desearán un
engaño que sin embargo es por completo transparente a ellos (ver el
texto Culture Industry Revisited).
El
término "industria" en sí no debe ser tomado
literalmente, nos comenta en ese texto: se refiere a la
estandarización de la cosa en sí y a la racionalización de las
técnicas de distribución de productos culturales, pero no
específicamente al proceso de producción de tales productos.
Industria cultural es más la auratización del capitalismo volcado a
la cultura, que la manufacturación per se de unos cuantos
discos o novelas pop.
Un
cuerpo que no hace fru frú al moverse
Hoy en
día, es rara la persona que no sea en buena medida anti-adorniana.
¿Cómo no vamos a saber cómo funciona la televisión? Y estos
espeluznantes carteles en los estómagos de cada unidad de transporte
colectivo, ¿a quién engañan? ¿Alguien puede dudar de que no
sabemos que odiamos a nuestro supervisor del Call Center? ¡Y por
favor, que alguien llame al Horóscopo!
Aquél,
reconocido y nombrado como "hijo de puta", no nos explota
con su presencia en la supervisión del Call Center, mientras
monitorea nuestra compostura al recibir una tras otra las llamadas
más agrias de los vírgenes consumidores estafados; sino que quien
antes odiábamos en la fábrica o el cuartel ahora nos aborda con
tranquilidad en la mesa de casa, al mismo tiempo que con su ausencia
elegantemente nos auratiza. Si por un lado monitoreará nuestras
llamadas recibidas en un cubículo a cara descubierta, después nos
espiará ocultos en la hinchada o en la soledad de nuestro porntube.
Y nunca ha habido una soledad tan calificada como la que
experimentamos frente a nuestro porntube. Pienso en cuánto
pueblo han formado los canales del bukkake y las franquicias del
gloryhole, y tiemblo. ¿Y quién es el señor que tan sombría y
melancólicamente nos emociona cuando se pican los penales?: Theodor
Adorno.[1]
Higiene
adorniana
¿Cómo
entender que una expresión cultural no es más que industria
cultural, y otra no? ¿Por qué hinchar por un cuadro de la Liga
Española sería un rasgo de esclavitud cultural, e hinchar por la
selección uruguaya no? O mejor aún, ¿cómo entender a quien se
enfurece porque aparezca una "vulgaridad" en la caja boba,
pero no porque le roben la marxianísima plusvalía todos los días
del año?[2] ¿Cuántas "gringadas" hay que consumir para
ser gringo? He aquí el infierno maniqueísta y su maquinaria que se
enhiesta para aplastar a cuanta hormiga adorniana podría subsistir
en la vuelta.
Las
derrotas de Adorno se contaron ya hace tiempo en variadísimos
frentes. No basta el estatuto de la reificación para reconocer la
industria cultural,[3] porque a estas alturas -en las que la
industria cultural ha penetrado con su tecnología los rincones más
íntimos de tus Settings- la reificación ocurre ya casi a un nivel
intrasilábico en el individuo; aunque parezca increíble, y a riesgo
de ser más adorniano que Adorno, la cosificación se semantiza antes
de que las sílabas de lo más íntimo y privado del individuo -su
lenguaje- lleguen completas a éste.
Incluso
el desmantelamiento de la expresión "expresión cultural"
y su univocidad -frase que a todas luces se sentía muy
unívoca al Adorno de la República de Weimar y su high art y
low art- ha problematizado el mismísimo terreno común donde
nuestros análisis podían empatarse con los de Adorno.
No
adorarás los Settings
Una
expresión cultural no es más que industria cultural cuando su única
y más vital función es desplazar la política[4] del
individuo, y quizá inadvertidamente reemplazarla por esas palabras
tan bonitas como "autonomía", "pluralidad",
"identidad", "reconocimiento", "sujeto
humano" o "derechos” -eso tan moderno que antes no
teníamos en el catálogo-, por citar unos ejemplos, y que, en el
fondo, son unos buenos y efectivos eufemismos de la Gran palabra de
nuestro tiempo: la administración.
La
administración, y esos magníficos vehículos adornianos; la
nacionalidad del hombre, el identikit de la obra, el ovillo de la
ideología. La verdad que nos heredó la industria cultural se resume
en esto: "Tu nacionalidad, tu commodity";[5] y en vez de
nacionalidad podemos colocar el vocablo que mejor nos venga en
gana: deporte, look, estilo, perfil, porntube, hashtag,
etcétera.
¿Es
esto una higiene adorniana? No. Porque aquí no habría consumidores
engañados. No existiría ya el actante sacrificado de toda su
agencia; no subsistiría ese ideólogo lo magníficamente niño como
para ser perdonado. La nacionalidad, allí, véanla, y sus
florituras. La nacionalidad, y esos suculentos vehículos
administrativos, en el sentido más zizekiano, si se quiere (no
pun intended).
No
hay higiene de Adorno, como no hay higiene del porntube.
Elegí "nacionalidad" no porque, como instituto moderno,
sea un gran vehículo de lo social, sino porque, en la constitución
de ese instituto como tal, y a pesar de la gran disparidad de
elementos narrativos que utiliza,[6] funciona efectivamente como una
commodity. Mientras "nacionalidad" no sea un sema de
sociedad, sino de administración, no importa qué tan grande o chica
sea nuestra nación: siempre estaremos unidireccionalmente narrados
en ella. Es esta unidireccionalidad la que la emparenta con la
industria cultural adorniana, y es su narratividad la que la acerca a
nuestro presente, infestado de signos y signos, y donde cualquier
intento de rifle sanitario sígnico es un crimen, paradójicamente,
político.
Réquiem
por nosotros
¿Cuándo
la narración de una nación desplaza la política? Siempre. Y nunca.
Porque la actuación de la política no implica un relato, sino un
acto. Ése es el acto que suspende el carácter jerárquico de toda
nación, donde a alguien le toca narrar, y a alguien ser narrado; a
algunos nos imaginan, y a otros imaginamos. Como anota Rancière,[7]
no existen palabras para política, justicia o igualdad. No son éstas
narraciones perdidas u olvidadas a las que habría que llegar.
Simplemente son.
Correspondamos
la anotación de Rancière con uno de sus propios ejemplos: Política
no es que el negro de Louisiana realice una marcha de protesta en
contra de la segregación racial. Esto sería el discurso entre los
discursos, donde la paradoja de Bourdieu entrelaza en la mismidad del
negro la otredad del combatido.[8]
Política,
realmente, es que ese hombre negro vaya y se siente en ese
restaurante For Whites Only y espere ser atendido. Es esto, y
no otra cosa, lo que hace evidente en su máxima expresión el cuerpo
de la política. Sentarse allí, como quien va por el signicidio del
racismo. Y es este acto silencioso, y sin mayor explicación ni
trámite que el de la presencia de un individuo en una mesa que le
está prohibida por serlo -un estado no semantizado (a menos que el
color de la piel sea un sema)-, lo que configura la política, la
igualdad, la suspensión de una jerarquía.
Hoy no
está de moda Adorno. Está de moda narrar, ser un texto, o un
palíndromo humano, cuya vida se lee igual en todas direcciones. Está
de moda poseer todas las rectas, para que no nos acusen de
intolerantes o de, por si las dudas, stalinistas. En el mundo
abandonado de Adorno, por menos te purgan; por un poco más, te
administran.
En
este sentido, como en lo demás, toda palabra, cuando nace, establece
su propia anatomía histórica.
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[1]
Terry Eagleton se pregunta, en La idea de cultura, ¿cómo
sería una sociedad como las occidentales que careciere del deporte
como expresión de la industria cultural? Siendo que el deporte
profesional es el producto cultural más perfecto posible, ya que, al
mismo tiempo que se enguanta al deseo de cualquier espectador,
provee su propia narración junto a su redondez ideológica, una
sociedad sin esos deportes sería una sociedad.
[2]
Cfr. la destacadísima obra Folk Devils and Moral Panic,
de Stanley Cohen; no anda muy lejos de las recientes campañas por la
baja en la edad de imputabilidad: simplemente repetimos Gran Bretaña.
¿Qué sería nuestro
venenosísimo plancha, y
su hermano mayor, el menor infractor?
Sólo nuestro folk devil
británico, una volqueta humana sobre la cual descargar nuestro
revoque de moral panic,
mientras asistimos a un atardecer en la rambla montevideana y nos
deleitamos, no sin ternura, en esos pintorescos pescadores, jubilados
de la corvina.
[3]
Denunciar, desde Marx hasta acá, que un objeto cultural nos reifica
equivale en eficacia a gritarle a un juez "¡Vendido!"
desde esa rica tribuna.
[4]
Entiendo aquí por política el sentido rancièriano del
término, no el administrativo policial, más propagado. Esto es,
política en cuanto a acto del individuo que suspende el arjé.
[5]
Sólo alguien lo suficientemente contemporáneo de Adorno podría
haber diseñado el slogan "Un turista, un amigo".
[6]
Cfr. la obra clave de Michael Billig, Banal Nationalism.
[7]
Lo anota en básicamente todos lados, pero se puede hallar expandido
en El reparto de lo sensible,
El tiempo de la igualdad
o en la recopilación de breves escritos políticos y entrevistas
Momentos políticos.
Cfr. la estrategia de los derechos civiles en los 60’s
estadounidenses con la narración que hace Rancière sobre la
secesión de los plebeyos en el Aventino.
[8]
Esta paradoja narra que cualquier actitud del Esclavo validará la
posición del Amo; si marcha sobre él, es porque desea suplantarlo
de manera simbólica (y también muy realmente, a decir por los
machetes desenvainados), con lo que refuerza la posición del Amo; si
decide intentar desarmar la simbología del Amo al tomar la
estrategia de abrazar y celebrar su identidad de Esclavo en busca de
aquilatarla con su entrega, también refuerza la posición del Amo,
porque funciona en base a su discursividad. Como sea que, a nivel
discursivo y simbólico, la expatriación de este tipo de vínculo
es, por lo menos, perversa. Es verdad: la isla de los patriastras es
imposible.