En
la edición de Carátula número 55, el escritor Sergio Ramírez reflexionaba sobre la
publicación de Flores de la Trinchera -en
la cual estoy incluido-, y
escribía que de estos nuevos escritores emergentes habría o debería
nacer en algún momento una propuesta, un discurso propositivo, no
uno meramente negador. Como me sentí motivado e interpelado, por
decirlo de una manera, por el inteligente abordaje de Ramírez, hago
mía esa interpelación y formulo aquí mi propuesta, sobre
la cual mis textos trabajan, y con la cual me voy a posicionar
frente a la pasada tradición literaria de mi país -o toda otra
tradición literaria que ingrese en el texto de uno-, donde está
incluido el mismo Sergio Ramírez, así como frente a los otros
escritores nicas emergentes. Discutir con obras será
la meta siguiente: la de establecer en el imaginario de nuestro
lenguaje un soporte que haga andar nuestra crítica al pasado. Quizá
los otros escritores nicas emergentes no se sientan interpelados por
el texto de Ramírez, o por mi propuesta, pero no podrán negar que
en algún momento la realidad social del entorno llegará a pedirnos
cuentas, y no podemos elegir no responder.
Mi
propuesta se basa en estos puntos:
No
tener miedo a sufrir la contextualización: hacer una
lectura del conflicto del hombre con su tiempo, y utilizar todos los
recursos técnicos estéticos para interrogar al hombre, a su tiempo,
y a su relación conflictual. No tenerle miedo a la época. Esto
quiere decir apostar por la agencia del texto literario para penetrar
en la época, en las condiciones históricas del poeta, y desde allí
utilizar el arsenal estético inembargable para producir una
crítica. ¿Por qué huir de la crítica a la época? ¿Por
temor a la recontextualización del futuro? ¿Porque tu texto se
vencería, hipotéticamente? ¿Por miedo a que te olviden? La
razón de ser de la literatura es preguntar mejor. Por
ello, todo aquel escritor del futuro que tenga mejores
preguntas que vos no sólo te va a olvidar, debería olvidarte,
así como si nosotros llegamos a
establecer mejores
preguntas que la generación pasada, es lícito que los hagamos
a un lado.
Atacar
el discurso público: esto, sólo esto, y no otra
cosa, es lo político en la literatura. Quienes quieran
seguir insistiendo que la "literatura política" -lo que
sea que quieran decir con esto- "es Roque Dalton" sólo
tienen que asomarse a la publicación Ventana en la
década de los '80 y reflexionar sobre los debates allí expuestos.
Si los otros escritores nicas emergentes insisten en reducir la
política a una cuestión de "lucha de clases" o una
cuestión de "subalternidad", habría que concluir no sólo
que fallan en leer su época, sino que lo hacen de la manera más
necia. Aquellos que piensen que la diferencia entre la
literatura y la política está en el contenido o en el
"objetivo" de estos discursos -siendo hipotéticamente
el objetivo de la literatura "el placer", "la
estética" o "la belleza", y el de la política "la
crítica" o "la praxis social", se equivocan de cabo a
rabo. Las obras literarias mediocres no lo son porque hablen de
"el pobre", y las obras maestras no lo son porque hablen de
lo "esencial" que habría en el ser humano, lo que sea que
eso sea. Las obras literarias son mediocres porque su estética no
cambió un ápice la epistemología de la literatura; y la
rebeldía de sus metáforas, si es que había alguna, ya estaba
completamente administrada en el discurso público. En
cambio, las obras maestras atacaron el statu quo del discurso
público, y la rebeldía de sus metáforas no era administrable por
el discurso público. Así que decir que si la literatura "habla"
de "política" se envilece o se rebaja es cometer tres
errores de una sola vez: es no entender la literatura, no entender la
política, y no entender la relación de estos discursos entre sí. Si
la rebeldía metafórica de la obra literaria puede escapar a la
administración del discurso público en el presente,
entonces el poeta puede asegurarse una larga vida después de la
muerte. Con sus metáforas se rebela, pero también por ellas es que
se vuelve autocomplaciente, se torna un cerdo lingüista. Escapar del
guante de esta administración no es escapar de la Historia, sino
todo lo contrario, meterse en ella lo más profundo que se pueda, y
establecer el hombre en su relación conflictual. La Historia también
es un discurso. Y no sólo es un discurso "expropiable",
sino que siempre está siendo expropiado por los que
escriben. Reflexionar también sobre el discurso de la Historia:
si lo encontramos podrido, atacarlo, no embellecer la podredumbre.
Interrogar,
torpedear constantemente el discurso literario: el poema, la
novela, el texto. Reflexionar si sirve, y cómo sirve, y para quién,
y en qué sentido. Reflexionar pragmáticamente, no para contestarle
a Harold Bloom, el gran masturbador de los esteticistas
fundamentalistas, o a Terry Eagleton, el bocón de Oxbridge, sino
para contestarle a un lector. Fundamentalista es aquél que hace una
lectura rígida de un texto sagrado, y el de los esteticistas que han
achicado lo político o la crítica a su mínima expresión es el del
placer. Paradójicamente, romper rigideces es la mejor función de
la literatura. Además, si nosotros como escritores no
interpelamos la actividad que realizamos, otros,
con intereses menos altruistas que los nuestros, lo harán.
Y después no podemos quejarnos. Interrogar el producto cultural
"literatura" también quiere decir una cosa más: es
reconocer y declarar la agencia del escritor sobre la historicidad de
éste. ¿Por qué renunciar a esa agencia? ¿Hay algún escritor aquí
tan cómodo consigo mismo como para renunciar a esa agencia? ¿Hay
aquí alguien tan liberalizado como para ser inmune a una reflexión
ética? La supuesta "adicción a la literatura" no es una
excusa para desentenderse de la crítica al discurso literario.
Estudiar
el parricidio: creo que es mejor no matar más padres
intelectuales por el deporte del parricidio. Es más urgente
interrogar la autoridad intelectual, no desecharla. Antes de
olvidar las preguntas que hicieron nuestros padres intelectuales,
tener a mano las nuestras, después tirar las de ellos. Esto
quiere decir que para vencer a los padres intelectuales que nos
heredaron la tradición que hoy tenemos no se trata de ser más
gritones que ellos, sino de ensanchar la base sobre la que elevamos
el susurro de nuestra interrogación. Si la autoridad de una
tradición intelectual sobrevive nuestro interrogatorio, entonces
allí adoptarla como nuestra. Esto creo que es más rico para el
poeta que adoptar la pose de la "novedad" o de la
"originalidad" por un tic de adolescencia intelectual, que
además ni siquiera le asegurará ser realmente nuevo y original.
Mientras más bases y premisas reflexivas tiene un escritor, en un
futuro su obra podrá ser interpelada por más agentes culturales,
por más discursos públicos; no lo harán su "intuición",
"creatividad" o "genio", palabras ya de por sí
bastante vagas, ambiguas, que no dicen absolutamente nada.
Preguntar
mejor: creo que las reflexiones que hacemos acerca de la
literatura deberían sincerarse y ser más humildes, y cuando aquí
digo "ser más humildes" sólo quiero decir una cosa, y
sólo una: que estas reflexiones sean lo menos metafóricas
posibles. Por lo menos para el momento de la reflexión. Y aquí
quiero arremeter incluso contra mis propias metáforas. Porque ¿a
quién no le gusta metaforizar acerca del lenguaje? Preguntemos
ahora: ¿por qué los teóricos, los críticos, los filósofos, han
tomado con mayor fuerza que los escritores la reflexión acerca de la
literatura? ¿Sólo por la división social del trabajo intelectual?
¿Sólo por la creciente especialización y la esterilidad del saber?
También, es cierto. Pero es porque el escritor de hoy se
masturba con su metáfora día y noche. Pero para
reflexionar seriamente acerca del lenguaje y la
literatura, y cómo estos están cambiando hoy en día, o cómo se
osifican, o como se mueren -y cómo es el que produce un lenguaje, y
no Otro, el que opera ese cambio, esa osificación, esa muerte-, es
decir, para producir nuevas metáforas acerca de la
literatura, primero debemos desterrar del pensamiento la basura
metafórica y el ornamento pseudoprofundo, metafísico,
pseudoinspirado e intuitivo, y reflexionar bajo la humildad de que
realmente son muy poquitas las premisas que nos sobreviven. Muy
poquitas. Para decirlo en criollo: aplicar el rifle sanitario a
la basura metafórica. En base a este proceso de limpieza es que
nuevas, potentísimas metáforas, se pueden sembrar. Y una vez
que hemos hecho esto, no tenemos por qué tener miedo, angustia o
terror a la contextualización, ni la presente ni la futura. La
propuesta es: no ser el satélite de "nuestra" estética,
que no es otra cosa que una commodity en el mercado de la cultura. No
pensar la literatura como un dios. Porque si mitificás, teologizás
la literatura, o el producto cultural que quieras, entonces no podés
reflexionar sobre éste o sobre aquélla. Y es que no podés
reflexionar con un dios. Con un dios no sostenés un diálogo,
sostenés un juego, una simulación, una verticalidad, donde vos
jugás a que podés ganar, y el dios juega a que puede perder. Aquí
dios no sería el lenguaje, sino una relación específica que
mantenemos con él. Es más urgente destruir esta relación
mítica, que mantenerla. Nuestra agencia es imaginar una propuesta
lingüística por donde alguna vez va a pasar una gente que nos hará
preguntas muy poco amistosas, como les ocurre ahora a los que están
en la tradición. Y perfecto, que nos olviden, si quieren. Pero que
la gente que nos va a olvidar nos olvide porque tiene mejores
preguntas que nosotros, y no porque descubrió que fuimos unos
haraganes, unos patanes del placer. Ésa es nuestra única agencia.